Ilustrado por Libreslios.
Una niña que vive en una isla rodeada de naturaleza salvaje. Muchos más territorios que conocer. Personajes procedentes de distintos planetas, con diseños al mismo tiempo extraños y adorables. Piratas que hacen carreras de barcos, herreras que construyen colosos en mitad del hielo, niñes-gato aventureres que quieren conocer el mundo… Y un gameplay tranquilo y sencillo, con muchos diálogos, exploración y crafteo. ¿Qué podría salir mal? Ingenue de mí, no pensé que todos aquellos colores brillantes, alienígenas monos y jugabilidad calmada escondían tras ellos mis mayores miedos: adentrarse en Summer in Mara (Chibig, 2020) es abrir la caja de Pandora del cuqui-eco-capitalismo.
En Summer in Mara eres una niña pequeña, Koa, que vive en una isla con su abuela adoptiva. A los pocos años, esta muere y aparece junto a tu casa una bichilla cuya cabeza tiene forma de concha a la que llamas Napopo y que parece ser protectora de los mares de Mara, en los que te encuentras. Tienes que ayudarle porque unos malos malísimos han destruido a toda su especie menos a ella. Acabas descubriendo que estos villanos son los elits, una raza alienígena que solo quiere conquistar territorios y experimentar con ellos en pos del progreso, sin importarles todo lo que destruyan a su paso. Durante tu travesía tendrás que realizar misiones, desde construir un barco para salir de tu isla hasta enfrentarte a los elits, pasando por convencer a los piratas de la zona para que te ayuden, con el fin de salvar Mara y convertirte en su guardiana.
No parece tan terrible, ¿verdad? Anticolonialismo y responsabilidad con el entorno natural, podría ser peor… De no ser porque lo piensas y el destino de todo un mundo y de quienes lo habitan depende únicamente de las acciones de una niña. Por supuesto, al final esta derrota a los elits cargándose una especie de estación Repsol que han puesto al lado de su isla… ¿Me estás diciendo que una raza que invade y arrasa allá donde va ha sido vencida simplemente al destruirse una pequeña base? Porque la realidad es que mañana va a venir un ejército entero de elits a casa de la niña, la va a matar para que deje de molestar (como sabemos que han hecho con toda la familia de Napopo) y van a hacer lo que quieran con su tierra y sus recursos naturales. Pero aquí los elits no vuelven. Aquí la responsabilidad individual es más importante que nada, y una sola persona puede acabar con los planes colonialistas de un pueblo hiperpoderoso si lo desea con todas sus fuerzas y se esfuerza al máximo.
Por si esto no fuera suficiente en lo que a responsabilidad individual respecta, hay algo que no dejó de fascinarme, enfadarme y hacerme reír durante todo el juego. Por las calles y las playas te encuentras basura y hay personajes recordándote lo importante que es tirar esa basura a los contenedores para mantener Mara limpio. Hay incluso un trofeo que te dan por haber “reciclado” (lo pongo entre comillas porque lo tiras todo al mismo contenedor) cien piezas de basura. ¿Qué más dará que los elits estén destruyendo los mares mientras tú recojas la basura que les guarres de tu alrededor tiran por ahí? ¿Hay alguien más a quien veas “reciclando”? ¿Aporta algo a tu personaje o a tu trama “reciclar”? Aparte de un trofeo, no. Y es que al final, en Summer in Mara tu única motivación es conseguir trofeos.
Lo cual me lleva al siguiente punto: los personajes. Cuando empecé a jugar, iba pensando “seguro que hay historias tiernísimas y gente con la que me encariño un montón”. Pues no. En esos mares, todes son una panda de cabrones que no hacen más que pedirte favores o darte órdenes. Las relaciones que creas son superficiales e insulsas, da la sensación de que todo el mundo se aprovecha de ti y llega un punto en el que solo realizas estas misiones secundarias para que te den un trofeo que diga, por ejemplo, “has completado las misiones de Onzo”.
Cómo no, para completar esas tareas, la mayor parte del tiempo necesitas dinero o dedicar una cantidad de tiempo absurda para ir donde Cristo perdió la sandalia para pescar un calamar. Empiezas el juego sin un duro, así que, cada vez que quieres avanzar con un objetivo, tardas muchísimo. Pero tus posibilidades económicas van aumentando y, cuando en una de las últimas misiones secundarias, un banquero dice que le debes diez mil monedas por la hipoteca del barco, piensas: “normalmente te mandaría a la mierda, pero ahora mismo puedo ganar diez mil monedas en dos minutos, así que toma y cómprate algo bonito”.
Y, ¿de dónde sale ese dinero? Pues, al principio, de dejarte la piel picando piedras o talando árboles. Aunque también puedes buscar caracolas en las playas y luego ir a vendérselas a Saimi, la señora mayor que vive en el faro, que sabes que es la que más paga por ellas. Al principio yo me sentía mal porque me daba la sensación de que estaba estafando a una anciana… Hasta que vi que, mientras que yo vendía las tortitas a noventa monedas, la anciana en cuestión las vendía a ciento ochenta y como que me empezó a dar un poco menos de pena. Pero insisto, eso solo es el principio. Porque luego empiezas a plantar árboles de muchas especies distintas en tu isla (lo cual seguro que no crea ningún problema en el ecosistema) con cuyos frutos puedes comerciar. Además construyes un corral para cerdos, uno para pollos y otro para ovejas. A esos animales te los vas encontrando por el mar, procedentes (suponemos) de barcos que han naufragado, y te los llevas a tu isla. Yo los rescataba porque me sentía mal dejándolos condenados a una muerte segura… Pero, ¿sabes lo bien que te vienen?
A cada animal lo puedes alimentar una vez al día. Y por cada cuatro ovejas que alimentas, te dan leche; cada cuatro pollos, huevos, y cada cuatro cerdos… Una trufa (hombreeee, ¿qué os pensabais? Que calamares podemos matar, pero cerdos no). Y no veas la cantidad de leche que dan diez ovejas y lo que puedes sacar tú vendiendo cada jarra de leche por veinte monedas. Cuando Koa acaba teniendo una isla para ella sola llena de frutas exóticas y ganado, además de una mina con todos los minerales existentes, resulta que, viniendo de la nada, acaba siendo la persona más rica del lugar. ¡Viva esa altruista guardiana de nuestros mares!
Por mucho que repitan que en ese mundo todo funciona por intercambio equivalente y que si tú tomas algo de Mara, luego se lo tienes que devolver (aún estoy dándole vueltas a cómo he devuelto yo los veinte peces que pesqué). Por mucho que te metan una historia de amor entre dos personajes leídos como hombres que son igual de cabrones y explotadores que el resto. Por mucho que mis pollitos se pongan contentos cada vez que los acaricias. En el fondo, lo que tienes que hacer es enriquecerte para poder adaptarte al sistema y así ser feliz. Desde luego, los elits no son buenos, pero mucha pena no me daría que alguien llegara y dinamitase los cimientos de esa sociedad tan monísima y tan horrible en la que transcurre la trama.
¿Y sabéis lo peor de todo? Que en jugar la historia principal, completar las ochocientas misiones secundarias, conseguir unos cuarenta animales, plantar todos los árboles posibles y hacerme rica tardé, en tiempo real (es decir, fuera del tiempo del juego) unas dos semanas. Cada vez que me sentaba y me ponía a jugar Summer in Mara, de repente habían pasado cinco horas y ni me había enterado. Me levantaba por las mañanas pensando en las misiones que tenía pendientes y en cuál era la forma más eficiente de llevarlas a cabo. Me daba igual la historia, pero quería seguir produciendo, ganando monedas y completando tareas.
Porque el capitalismo engancha. Y más si te lo disfrazan de niñes gato, de un mar inmenso y de la posibilidad de salvar el mundo.