Por Julia Sauleda
«Las consolas retro tienen la virtud de permitir a futuras generaciones de jugadores y desarrolladores probar títulos anteriores a su tiempo. Aunque existen la retrocompatibilidad, los remasters y los emuladores, la SNES mini pretende recuperar la experiencia de jugar físicamente a esa consola y volver al pasado en cada ínfimo detalle, desde el diseño de los mandos hasta la longitud de los cables.»
A veces siento cierta envidia por los nostálgicos de lo retro. Me gustaría tener recuerdos de infancia llenos de música de ocho bits, pero mi contacto con la cultura videolúdica fue más bien tardío. Nunca tuve una SNES, una GameCube, una PS o una Saturn. Pero recuerdo ver a mi vecino jugando con su Super Nintendo al Donkey Kong Country y sentirme cautivada, aunque en aquellos días no conocía el significado de las palabras “gráficos”, “frames” o “prerenderizado”.
Han pasado veinte años y por fin sé lo que significa toda esa jerigonza. También sé que la Super Nintendo es la segunda consola de sobremesa del gigante nipón, o que algunos de sus juegos utilizaban un chip llamado Super FX que permitía renderizar polígonos. Y también, 28 años después de su lanzamiento, tengo una SNES. Una SNEs mini, para ser exactos. Cuando fue anunciada oficialmente volvió a invadirme el sentimiento de culpa por no conocer los clásicos, y decidí corregir ese handicap en mi memoria de una vez por todas.
La moda retro ha redundado en una calurosa aceptación de estas consolas. Después de la locura desatada por el éxito de la NES mini –incluyendo una flagrante ola de especulación–, estaba claro que el siguiente paso de la Gran N iba a ser la SNES, y que se iban a distribuir muchas más unidades con la certera confianza de que, de nuevo, iban a volar y a convertirse en objeto de coleccionista de la noche a la mañana. Nintendo ha sabido aprovechar la demanda por lo clásico homenajeándose a sí misma, y la jugada no podría haberle salido mejor.
De modo que aquí me hallo, extasiada por esta pequeña ventana a un pasado que no viví, probando uno a uno los 21 juegos incorporados en la memoria de la consola y experimentando por primera vez lo que la juventud de los noventa: el frame rate maravillosamente tosco de Starfox; el frenesí de Contra III; la entrañable estética de Yoshi’s Island; los controles de F-zero. En plena era de los teraflops y las texturas 4k, siento una reverencia melancólica por estos juegos y creo entender un poco mejor la afición por lo retro.
Regresando a la infancia, pero con sesgos
Las consolas retro tienen la virtud de permitir a futuras generaciones de jugadores y desarrolladores probar títulos anteriores a su tiempo. Aunque existen la retrocompatibilidad, los remasters y los emuladores, la SNES mini pretende recuperar la experiencia de jugar físicamente a esa consola y volver al pasado en cada ínfimo detalle, desde el diseño de los mandos hasta la longitud de los cables.
No obstante, este paréntesis en la historia del videojuego no deja de tener un cierto afán de colgarse la medalla por su contribución al medio, mientras que otros juegos menos afortunados de la época seguirán pasando desapercibidos hasta perderse en las arenas del tiempo. La SNES mini captura un fragmento del pasado pero también tiene ínfulas de reliquia histórica, como un recopilatorio de las mejores canciones de un grupo de rock, eligiendo sólo aquellos juegos elevados a la categoría de obras atemporales por consenso popular.
Socializar es la clave
Una de las sorpresas que me desveló la SNES mini es que soy incapaz de jugar en la soledad de mi cuarto. Para mí jugar siempre ha sido una actividad muy solitaria, casi clandestina, relegada a la interacción con el ordenador. Sin embargo, mi primer impulso con la SNES fue instalarla en el comedor y enseñársela a mi familia, y he descubierto que jugar en compañía de otros, aunque estos no participen en la diversión es una experiencia muy plácida y gratificante. Ese es el legado de las consolas, hacer del videojuego un acto social que acontece en el salón de casa.
Por supuesto, el culmen de esa sociabilidad es la posibilidad de jugar con otra persona. La SNES mini, a diferencia de la NES mini y quizá en respuesta a su señalada ausencia, incorpora un segundo mando y un modo para 2 jugadores en al menos la mitad de títulos. La primera persona a quien tendí ese segundo mando fue mi mejor amigo, que conoce los juegos de esta plataforma mucho mejor que yo. El entusiasmo que destila hablando de cada juego, ayudándome a superar los niveles difíciles y hablándome del lugar que ocupan estos juegos en su memoria es conmovedor. Jugar con él es casi un ritual de regreso a la infancia, una experiencia trascendental que me llena de gratitud.
La nostalgia, un negocio redondo
Viendo a mi amigo revivir las partidas de su infancia al Kirby Super Star, entiendo por qué es tan tentador inspirar nostalgia en los jugadores. Las emociones asociadas a los recuerdos de juventud a menudo van acompañadas del temor a estar perdiendo la capacidad de asombro; quizás por eso nos aferramos al pasado y consumimos productos de ocio inspirados en aquellos años, desde el pixel art a las remasterizaciones y reediciones HD de juegos clásicos, pasando por la secuelitis o el desarrollo de juegos físicos para la Mega Drive.
La industria del videojuego, especialmente la AAA, se ha acomodado en la nostalgia y en la moda retro para no tener que lidiar con su creciente falta de innovación y estancamiento crónico en las fórmulas de siempre. La nostalgia ha jugado un papel clave en la fidelidad del consumidor. Pero también forma parte de esa fotografía histórica que nos permite entender la trayectoria del videojuego. La SNES mini es un homenaje a un pasado glorificado con los años, la distancia ha hecho que la ternura por esas horas de jugar ante la pantalla haya crecido hasta convertirse en algo casi sagrado, y por supuesto en una mina de oro para los creadores de ocio digital.
Me perdí la época de la SNES. Mis experiencias y senderos han sido otros. Pero siento fascinación por este resurgir de lo antiguo, esta necesidad de aferrarse a la tradición que tiene dos partes de tozudez y dos partes de amor incondicional por los videojuegos, y por muy discutible que sea a veces la filosofía de exaltación de lo retro, no puedo dejar de admirar y reconocer los méritos de esta pequeña y mágica consola.