Silent Hill: Donde reside el terror

Ilustración del encabezado realizada por Clara Rodrigo.

Imaginemos una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, de apenas 3.000 habitantes. Es un pueblecito bucólico, con sus montañas, sus bosques y su lago, ideal para las vacaciones de verano y para amantes de la naturaleza. Su principal industria siempre ha sido el turismo, y se precia de recibir visitantes en busca de un merecido descanso. La zona norte de la ciudad es la más visitada por los turistas, y en ella se localizan dos de sus principales atractivos: el faro y el parque de atracciones. Es un pueblo perfecto para alejarse unos días del mundanal ruido y desconectar. Hasta que la niebla cae y las sirenas comienzan a sonar.

Este idílico lugar se llama Silent Hill, y es la residencia habitual de algunas de nuestras peores pesadillas. Nuestras, de Alessa Gillespie y de los protagonistas de cualquiera de las entregas de la saga desarrollada por Konami. Desde su lanzamiento, en 1999, Silent Hill se ha convertido en icono del videojuego de terror, en un imprescindible en nuestras colecciones y en parte de la cultura gamer.

Por eso, cuando hace un mes descubrí que la Silent Hill HD Collection, que reúne el segundo y tercer título, ya era retrocompatible en Xbox, supe con absoluta certeza que volvería a jugarlos. A pesar de que aún recuerdo algunos de los terrores nocturnos que me provocaron en su momento.

Pero hoy no quiero hablar de las aventuras de James Sunderland o Heather Mason. Tampoco hablaremos de la calidad inferior de la HD Collection respecto a los originales. Quiero hablar de mis propias desventuras con el mando en la mano y los ojos puestos en la pantalla y en el umbral de las puertas de mi casa. Porque sí, he disfrutado cada vez que he visitado Silent Hill, pero también he pasado miedo, del que no se va cuando apagas la pantalla. Y es que, desde que volví a instalarlo en la consola y escuché las primeras notas de la banda sonora creada por Akira Yamaoka, no he dejado de darle vueltas a por qué lo había hecho. Qué extraño motivo me había llevado, otra vez, a enfrentarme a una creación artística que iba a ponerme los pelos de punta.

Recuerdo el primer libro que leí que me provocó esa sensación, Drácula; la primera película, una adaptación de Otra vuelta de tuerca; la primera partida de rol, Mundo de Tinieblas; y el primer videojuego. No han sido los únicos, pero sí en los que más recuerdo esa sensación de querer cerrar los ojos y, a la vez, no ser capaz de dejarlos de lado.

Los jóvenes se sienten atraídos por las películas de miedo porque les permite enfrentarse a sus temores desde un ambiente seguro.

Por un lado, estaba el deseo de saber que los protagonistas se salvarían, que todo iba a salir bien al final. La sensación de creer que si cerraba el libro o apagaba la tele, les estaba abandonando a su suerte. En los videojuegos esta sensación era aún mayor, porque, de alguna manera, yo estaba controlando el destino de Harry, James, Heather o Henry. La opción de experimentar diferentes finales en función de decisiones que ibas tomando en el juego, algunas tan aparentemente inocentes como aceptar una muñeca, reforzaba esa sensación. ¿Qué iba a ser de ellos si decidía abandonar e irme a la cama? ¿Cómo iban a enfrentarse contra Cabeza Pirámide (o como queráis traducirlo, qué opciones hay) si no estaba yo allí? Al final, cuando el cansancio obligaba al sentido común a imponerse, me convencía a mí misma de que las cosas seguirían igual cuando retomara la aventura. Y, sorpresa, así sucedía. Pero hasta entonces, hasta que no podía comprobarlo, la idea de estar abandonándolos siempre estaba en mi cabeza, como un sonido en segundo plano que nunca se apagará.

Otro aspecto a tener en cuenta era, sin duda, la certeza de saber que todo lo que estaba ocurriendo en la pantalla no me estaba ocurriendo a mí. Las películas, los juegos, incluso los libros, me daban la oportunidad de enfrentarme a situaciones límite sin que existiera realmente un peligro para mí. Así me convencí cuando era pequeña de que Freddy Krueger jamás visitaría mis sueños. Y no porque no fuera real (eso llegó más tarde), sino porque esas cosas solo pasaban en Estados Unidos. Razonamiento un tanto absurdo que, de todas formas, sigue ayudándome a conciliar el sueño cuando lo necesito. “Eso”, sea lo que sea, no me está pasando a mí, no puede pasarme a mí. Aunque a veces, si el producto está bien hecho, pueda sentir el frío de la niebla rodeándome, el aliento de cosas imposibles en mi nuca o el olor del óxido cubierto de sangre reseca.

Y luego, claro, está la adrenalina. La descarga que sientes cuando un alien, una enfermera con la cara cubierta por vendajes o incluso un animal inocente aparecen de improviso en tu campo visual sobresaltándote. La risa nerviosa cuando te das cuenta de que es todo una farsa, de que estás a salvo y puedes respirar tranquila. La alegría que sientes cuando encuentras un arma escondida entre la chatarra con la que tu héroe, quizá, pueda salir de esta. El pulso acelerado, el corazón desbocado y el cerebro trabajando a mil por hora porque sabes que, si no resuelves el siguiente puzzle, algo horrible pasará. Y la satisfacción cuando lo consigues, porque, esta vez sí, de alguna forma, el futuro de un conjunto de píxeles está en tus manos.

Mientras intentaba entender un poco más esta atracción que siento por el terror, que no es continua ni en su intensidad ni en su presencia en mi vida, leí en algún sitio a un psicólogo afirmar que los jóvenes se sienten atraídos por las películas de miedo porque les permite enfrentarse a sus temores desde un ambiente seguro. Y, de alguna manera, creo que Silent Hill también hace eso. Por supuesto, no tengo miedo a encontrarme un maniquí que se arrastra por el suelo con demasiadas cabezas y extremidades, o un señor con una pirámide por cabeza (lo siento, siempre ha sido mi preferido), pero sí el descubrir que todo lo que creía verdad, incluyendo quién soy y lo que me rodea, es una elaborada mentira. La soledad, la incapacidad de comunicarte con quienes te rodean, la traición, la pérdida de control sobre tu vida son temas que, de alguna manera, también están presentes en Silent Hill, disfrazados de llamadas telefónicas inteligibles, escenarios que se repiten cada vez más oscuros o paseos en una niebla en la que escuchar pasos ajenos es muy mala señal.

Así que, resumiendo: empatía y responsabilidad, seguridad, emociones disparadas y la posibilidad de ponerme a prueba son algunos de los ingredientes que me hacen volver una y otra vez a escenarios de pesadilla. Los que mantienen viva mi fascinación por el terror. Y no debo ser la única, como demuestra la gran expectación que Death Stranding, la nueva creación de Hideo Kojima, ha despertado en los últimos tiempos, incluso sin tener fecha de lanzamiento aún. Solo nos queda cruzar los dedos para que no se convierta en otro amago como el llorado Silent Hills.

María Martín

Licenciada en Periodismo, llevo juntando letras desde que tengo uso de razón, y ganándome la vida con ello desde hace unos 20 años. Jugadora desde los años del Commodore 64, le debo todo lo que sé a Sierra Entertainment y LucasArts. Lectora empedernida y consumidora incansable de series y de cine, me desestreso con los shooters, adoro las aventuras gráficas y he dedicado cientos de horas a seguir siendo igual de desastre con los plataformas que cuando empecé. Si no me ves en la vida real será porque esté paseando por Azeroth con mi elfa druida.

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