Ilustración de cabecera realizada por Sara Spegguetti. Normalmente no suelo hacer publicidad, especialmente a grandes plataformas como Netflix. Sin embargo, no es la primera …
pay to win
Free-to-play: de la monetización del juego a la ludificación de la economía
La ilustración que encabeza el artículo ha sido realizada por María Cubiles.
Hubo una época en la que estaba convencida de que el free-to-play para móviles no era para mí; de que lo mío siempre serían los juegos premium de toda la vida y nunca me adentraría en las profundidades de la Play Store. Y, sin embargo, aquí me hallo enganchada a Star Wars: Galaxy of Heroes, un juego para móviles de estrategia por turnos con microtransacciones y una pasmosa cantidad de colectables, paraíso y a la vez perdición para los amantes del completismo. Desde hace un mes me conecto cada día religiosamente, hago las tareas de mi guild, realizo las actividades diarias, participo en eventos, promociono a mis personajes y recojo las recompensas. Todo esto no me lleva más de media hora. Y así la mañana siguiente, y la siguiente a esa, y la que vendrá después.
Aunque la nomenclatura ‘free-to-play’ (abreviado ‘F2P’) implica que un juego es gratuito, nos hemos acostumbrado a asociarlo con unas determinadas características. La principal: que no lo son del todo. La mayoría tiene compras integradas o algún tipo de suscripción que permite generar beneficio de forma continuada a los desarrolladores y editores de esos juegos. Aunque es posible jugarlos sin gastar ni un céntimo, se ofrece la posibilidad de pagar a cambio de contenido exclusivo o ventajas. Por añadidura, suelen ser juegos online que se actualizan periódicamente, con eventos temporales, nuevos niveles y personajes y otros extras que garantizan la continuidad de su contenido así como la lealtad de sus usuarios. Su naturaleza ha hecho que asociemos el F2P con la filosofía del juego como servicio antes que como producto, y en el usuario como consumidor.
Pese a su relativa juventud, los F2P ya mueven gran parte del capital de la industria de los videojuegos. Prácticamente de la noche a la mañana se convirtieron en el modelo de negocio favorito de muchas editoras de apps para móviles debido al bajo coste de producción y a los beneficios que puede llegar a generar. Sin ir más lejos, sólo títulos como Clash Royale o Candy Crush (epítomes sacrosantos del F2P) mueven millones de dólares al día. Podemos comparar la fiebre del F2P con la de los primeros videojuegos, cuando, antes de la infame crisis del 83, las empresas que entraban en el negocio de las recreativas y las consolas domésticas pasaban a ganar auténticas fortunas de la noche a la mañana. En 2016, un 72% del total de ganancias de la industria en todo el globo había sido generado por los F2P. Este es un dato bastante vertiginoso si; como le ocurre a mucha gente, se tiene al F2P como algo transversal, secundario y muy lejos de la influencia del mercado de las consolas y el AAA premium.
Y a pesar de su lugar privilegiado en el mercado y de la cantidad de dinero que genera, el F2P tiene mala fama. Puesto que se trata de juegos cuyo beneficio viene de un reducido porcentaje de usuarios capaces de gastar sumas astronómicas, se los suele acusar de fomentar la ludopatía. Se habla mucho del “pay to win” y de cómo algunos juegos ponen barreras a los jugadores que no son de pago para disfrutar del mismo contenido, y muchas de las estrategias de marketing para incitar al jugador a comprar se perciben como excesivas. Lo cierto es que bajo los estándares del mercado actual, la economía de los F2P tiende a balancearse para no discriminar a ningún jugador. Cada usuario freemium es un potencial pagador.
Si bien desarrollar un F2P es relativamente barato, el marketing para mantener un flujo constante de jugadores es abrumador; más de la mitad del presupuesto se va en publicidad, posicionamiento web y anuncios en las RRSS. La optimización de los métodos de publicidad, retención y pago de un F2P son el principal quebradero de cabeza de un juego de este tipo. Atraer a cada usuario, sea o no de pago, ha costado una cantidad de dinero que se espera recuperar con intereses. Si el juego aliena a la mayoría de usuarios con paywalls o precios abusivos, la empresa se arriesga a no recuperar jamás esa inversión. A ello hay que añadirle la estandarización de la economía basada en los tipos de moneda.
En un F2P suele haber moneda blanda y moneda dura; la moneda blanda o soft-coin (como las monedas en el Clash Royale) se consigue fácilmente dentro del juego y sirve para subir de nivel o adquirir algunas mejoras. La moneda dura o hard-coin en cambio, sólo se puede adquirir en grandes sumas con dinero real y sirve para conseguir más moneda blanda y, sobre todo, para sortear los tiempos de espera. En muchos juegos F2P hay un límite de veces que el jugador puede jugar durante cierto tiempo (como sucede en el Candy Crush, o al abrir cofres en Clash Royale), tras lo hay que esperar a que el cronómetro se reinicie por sí solo o bien pagar para jugar inmediatamente. Esto tiende a redundar en partidas cortas, en intervalos de horas o minutos dependiendo del juego.
Abordar el F2P desde una filosofía más inclusiva y equilibrada potencia que muchos más usuarios se vean atraídos y puedan disfrutar de esos títulos con todo su contenido al completo sin tener que gastar nada. Pero hasta este sistema es susceptible de desvirtuarse, como veremos.
Por mucho que puedan disfrutarse sin pagar dinero real, los free-to-play necesitan incitar al usuario a pagar. No se trata sólo de invadir las interfaces con enlaces a la tienda del juego o bombardear a suculentas ofertas; las mismas mecánicas del juego participan de esa presión constante. En los F2P estamos siempre progresando, desbloqueando niveles, inventario y habilidades, mejorando y coleccionando personajes; pasamos más tiempo gestionando nuestros recursos que jugando la mecánica principal. La repetición, la acumulación y la recompensa rápida contribuyen a la tentación de pagar para conseguir más rápidamente los objetivos a largo plazo. A ello que hay que añadirle que la mayoría de ítems de pago en un F2P son consumibles (por ejemplo munición especial), lo que implica que se pueden volver a comprar una y otra vez. En un reciente artículo de Eurogamer.net, un ex-empleado de Bioware afirmaba haber visto jugadores gastando hasta 15.000 dólares en cartas del multijugador de Mass Effect 3. Lo que nos lleva al siguiente dilema que enfrentan muchos F2P: las ballenas.
“Ballena” es el término con el que se designa a los usuarios que gastan más de una determinada cifra al mes (pudiendo ir de cientos a miles de dólares). Teniendo en cuenta que las ganancias de un F2P dependen de un magro porcentaje de jugadores de pago (que raramente supera el 10%), los problemas que enfrentan muchos estudios para no ser tachados de incitadores a la ludopatía se disparan, y se acaba tolerando el que un usuario pueda gastar decenas de miles de dólares en un producto que, de regirse por los precios del mercado premium, no superaría los 60 euros.
Un profesor de diseño de videojuegos solía decirnos que para ser un buen game designer “hay que dejar la ética en casa”. Su brutal honestidad encerraba una verdad amarga: la mayoría de jóvenes aspirantes a diseñador acabará redactando documentos de diseño para un estudio F2P antes de cumplir su sueño de hacer un AAA. Y aunque crear un MMO con microtransacciones para móviles puede ser igual de gratificante, en algún momento se preguntará si era esto lo que había imaginado, si diseñar videojuegos se reduce a pensar en las formas de monetizar un juego de forma prolongada y en cómo orientar las acciones del jugador a pagar, y acabará resignándose y aceptando las bondades de este modelo mientras entierra los defectos en las profundidades de su subconsciente.
Así que vuelvo una vez más al Star Wars: Galaxy of Heroes, a mi colección interminable de avatares de una de las franquicias más monstruosamente mercantilizadas de la historia del entretenimiento. Vuelvo a mi insaciable labor por desbloquear los personajes que me interesan, y una vez los tenga tendré que subirlos de nivel, promocionarlos, mejorar sus habilidades, sus naves, las habilidades de sus naves y sus implantes, comprarles equipamiento y subir de nivel ese equipamiento para conseguir monedas blandas para desbloquear más personajes, y así hasta descender por una espiral de tareas repetitivas, de pasos interminables en un sistema de progresión basado única y exclusivamente en la acumulación de recursos, experiencia y dinero virtual. Y bajo toda esa aparentemente inocua plétora de cosas por hacer, ahí estará la llamativa pestaña que te lleva a la tienda del juego, el botón que renueva el stock del contenido, el botón que te permitirá volver a jugar sin esperar esos engorrosos siete minutos. Nos hallamos ante un escapismo basado, no ya en la monetización del producto, sino en secuestrar el tiempo del usuario. Paga para jugar ahora. Paga para no tener que esperar al próximo combate. Paga para no tener que esperar a que se renueve el stock de la tienda.
El canal de videos sobre filosofía Wisecrack sacó hace un par de años un video titulado “Will Candy Crush set you free?”. En él, se recurría a la teoría del ocio racionalizado para ponderar sobre el papel del videojuego en la domesticación del cuerpo. ¿Tienen algo que decir los videojuegos, o simplemente nos sirven de escapismo para soportar la vida laboral?
La conclusión viene a ser extrapolable a cualquier producto de arte y/u ocio; en los videojuegos encontramos tanto sumisión como resistencia al sistema. Los F2P con microtransacciones entran de cabeza en la primera categoría: juegos “capitalist-friendly” con el mero afán de monetizar, que más que juegos se antojan una especie de mercados ludificados, transmisores de la mitología de la felicidad y el consumismo como imponderable moral. El F2P tiene potencial; de él pueden salir propuestas interesantísimas que den una vuelta de tuerca a la forma en que consumimos videojuegos. Pero en tanto sea concebido como un servicio enfocado a la máxima monetización cuesta no darle la razón a mi profesor y aceptar que, para ser game designer, uno tendrá que dejarse la ética en casa más tarde o más temprano.