Ilustración de cabecera realizada por Irene Santos
Todas las imágenes que aparecen en este artículo son de fuente propia
Empieza a hacer algo de frío para ser verano. Has decidido pasarte por una fiesta que nunca prometió ser increíble, pero que pensabas que podría llegar a ser aceptable. Un evento al que incluso le habías concedido la posibilidad de sorprenderte aunque te niegues a admitirlo porque significaría que, pese a toda tu experiencia, todavía eres una persona ingenua. Las horas pasan, el aburrimiento llega, y la perspectiva de haber perdido el tiempo (junto con alguna que otra copa) te lleva a cometer el tipo de imprudencia que pensabas que ya no iba contigo. Sin saber muy bien cómo, acabas hablando con un chico con el que tienes poco o nada en común. Y hablas más de la cuenta, aunque al menos tienes la decencia de determinar que es el momento de irte a casa. Pero la tontería típica de la resaca a veces es más fuerte que la de la borrachera, así que te pones a escribirle al día siguiente. Y ese mismo día, un domingo que solo se diferencia del resto en que es el primero desde que conoces a ese tío, te encuentras a ti misma haciendo sexting. Escribiendo mensajes subidos de tono mientras piensas que la situación es absurda y se está prolongando en exceso, porque lo que en realidad quieres hacer es encender tu ordenador y seguir jugando a Firewatch. Aunque puede que, en el fondo, la razón que te ha llevado a interesarte por ambas cosas no sea tan distinta.
Más de ocho años después de su lanzamiento, y debido a un éxito sin precedentes dentro del ámbito de lo indie, escribir sobre los motivos que han elevado a Firewatch a la categoría de clásico puede resultar repetitivo. A día de hoy, existen cientos de artículos de análisis y de opinión que repasan cada uno de los elementos que le dan forma, subrayando aspectos como su apartado estético, su guión y su doblaje. Aunque no son tan abundantes, también hay otros textos que critican ciertas partes de su contenido, como el sexismo que salpica a la obra desde el momento en el que empieza. Este artículo de Alec Meer, esta pieza de SleepingZebra y este podcast de Nivel Oculto son buenos ejemplos de lo anterior, y sirven para hacerse una imagen bastante completa de la obra de Campo Santo. No obstante, hay un componente de Firewatch que suele aparecer mencionado en estos lugares sobre el que casi siempre se pasa de puntillas, o al que se reviste con otras capas de significado a la hora de analizarlo. Y es que, efectivamente, el juego trata asuntos como la soledad, la idealización, los traumas y los afectos…pero debajo de todo ello se esconde uno de los motores que le dan ritmo tanto a este título como a la vida humana, que no es otro que el deseo y la culminación del mismo.
Pese a que la promesa de desentrañar los acontecimientos que ocurren en el Bosque Nacional de Shoshone es un motivo más que suficiente para interesarse por un juego como Firewatch, asistir al nacimiento y la transformación de la relación de sus protagonistas (dos personas a las que nunca vemos y sobre las que, en consecuencia, nos resulta más sencillo proyectarnos) convierte a esta experiencia en algo verdaderamente adictivo. Día tras día, somos partícipes de la evolución de las conversaciones entre Henry y Delilah, un proceso que nos ofrece unas tensiones tan reconocibles que dejan a las desapariciones y a los incendios forestales en un segundo plano. De la noche a la mañana, nos encontramos ayudando a Henry a elegir la forma más adecuada para hablar sobre su historia, decidiendo en qué grado abrirnos por el miedo a lo que pueda pensar la otra persona. Vamos buscando y percibiendo los cambios de tono en las conversaciones con Delilah, y preguntándonos si ahí verdaderamente se está gestando algo o son imaginaciones nuestras. Comprobando que, al igual que en el mundo real, los silencios pueden convertirse en un catalizador para la química en lugar de oponerle resistencia. Compartiendo experiencias hasta el punto en el que también llega a arder algo dentro de nosotres cuando les protagonistas se confiesan las ganas y los y sis a la luz del Fuego de Junio; y el juego nos recuerda que, al igual que Henry y Delilah, quizá estamos soles ante la oscuridad y nuestra mejor baza para seguir adelante es hacernos compañía. Una compañía que puede que no sea sana a largo plazo pero que, en ese preciso instante, es lo que necesitamos.
Ya sea por las inseguridades que nos crea una sociedad en la que estamos continuamente expuestes a cuerpos y vidas perfectas (y la consecuente búsqueda de validación externa), o por las sensaciones que tanto el sexo como el mero contacto corporal consiguen despertar en nosotres en medio de una existencia apática, lo cierto es que recurrir a otras personas para poder mantenernos a flote se está convirtiendo en una estrategia cada vez más común. Una buena prueba de ello es la popularización de expresiones como cuffing season o la archiconocida estar tristechonda, un término que Candela Trejo define como “estar perdida de la vida, pensar que a lo mejor el sexo es una manera de llenar un vacío que va más allá. Ya no por la falta de alguien a quien quieres, o has querido, o alguna mierda así, sino porque te faltas un poco tú”. Algo que, mientras no sea sinónimo de conductas autodestructivas ni se traduzca en la instrumentalización de los afectos de otres, puede ser interesante. Por un lado, porque sentirnos tristechondas puede servir para que nos demos cuenta de que hay alguna carencia en nuestras vidas en ese momento, alguna cuestión de la que debemos ocuparnos. Y por otro porque “dejarnos llevar por la tristechondez a veces es indispensable. Arrastrarnos por lo más primario, permitirnos a nosotras mismas perdernos de vez en cuando, hacer algo completamente estúpido pero necesario para soltar toda la tensión que llevamos dentro”. Una decisión que, en el caso de las mujeres, educadas para la contención, es tan difícil de concebir como de llevar a cabo.
Conforme la trama de Firewatch se va desvelando, somos cada vez más conscientes de los defectos de Henry y Delilah y del carácter dudoso de algunas de las bases sobre las que se va construyendo su relación. Sin embargo, esto se ve compensado por intercambios de información que parecen genuinos, y en los que cada une de elles deja entrever cuáles son sus miedos y esperanzas. Y aunque nuestra razón nos dice que todo puede salir mal, dados los datos que tenemos y las circunstancias en las que se desenvuelven les protagonistas, las emociones nos empujan a creer en sus posibilidades, a querer crearlas para elles y así poder autoconvencernos de que también existen para nosotres. Al fin y al cabo, ¿qué encuentro entre dos personas es absolutamente perfecto desde el principio? Teniendo en cuenta el bagaje y las heridas que arrastramos, ¿dónde poner el límite a la hora de permitirle a alguien que entre en nuestras vidas? Y lo que es más importante, ¿hasta qué punto podemos (y debemos) reprimir siempre nuestro deseo? Tal y como dice Sleeping Zebra, “la implicación emocional en Firewatch nos reta a preguntarnos acerca de las relaciones de pareja, las amistades, los límites y las fantasías. Aunque se trate de un mundo ficticio, un juego digital, proporciona un golpe de realidad acerca de la vida de une misme. Es posible sentir confusión, atracción, celos o pavor. Es posible proyectarse, o ver cómo otras personas se proyectan a sí mismas”. Asuntos que se mueven en el terreno de lo gris y que precisamente por ello se vuelven especialmente relevantes, ya que tanto los personajes creados por Campo Santo como nosotres pertenecemos a una cultura obsesionada por los autocuidados, la autoayuda y el autoconocimiento. Lugares que a menudo ofrecen respuestas rápidas y absolutas en términos de negros y blancos. Una cultura que, en palabras de la filósofa Clara Serra, está construida sobre “la ficción de una falsa autonomía que la teoría feminista ha ligado a la masculinidad. Un sujeto de razón y voluntad, un sujeto completamente iluminado, un sujeto que lo sabe todo”.
En oposición a esto, obras como Firewatch ponen de manifiesto que “si el sexo (o, en el caso del juego, el deseo) contiene esa incómoda verdad es porque, frente a los manidos discursos del empoderamiento selfish, nos exponen a la vulnerabilidad que implica necesitar al otro para descubrir algo de nosotros mismos”. Y es que, por mucho que nos esforcemos por lo contrario, algunos de “nuestros deseos surgen de la interacción, no siempre sabemos lo que queremos, a veces descubrimos cosas que no sabíamos que queríamos; a veces descubrimos lo que queremos solo cuando lo hacemos”. A través de las conversaciones radiofónicas de Henry y Delilah podemos darnos cuenta de diferentes cuestiones, como qué tipo de transgresiones estamos dispuestes a negociar con alguien, y cuáles constituyen líneas rojas. Pero también podemos experimentar las bondades que pueden llegar a ofrecer cierto tipo de encuentros a los que no estamos acostumbrades, “un tipo de ternura de acceso fácil, inmediato y constante. Un vínculo sin juicio, donde importase mi tacto y mi comportamiento, pero no mi imagen ni mi capital”, que diría la poeta y novelista Sara Torres.
Con todo, esto no es un alegato a favor de ignorar las restricciones que nos imponemos habitualmente a la hora de relacionarnos, tanto para cuidar de nuestro bienestar como del de la gente que nos rodea. Al igual que en el caso de Henry y Delilah, en la mayoría de situaciones por el humo se sabe dónde está el fuego, y permanecer atentes a nuestra conducta y la del resto puede evitarnos muchos dolores. Pero lo cierto es que también puede causarlos. Privarnos de experiencias y sensaciones valiosas para nuestro aprendizaje, o por las que simplemente queremos pasar para saciar apetitos tan humanos como los de la curiosidad o la piel. Algo que para las mujeres puede llegar a ser realmente importante, al reivindicar formas de estar en el mundo contrarias a las que siempre nos han inculcado. Las orientaciones sexuales no heteronormativas, la promiscuidad, la tristechondez y la tendencia a reconocernos y proyectarnos en idilios tan problemáticos como el de Firewatch “ponen a una sociedad patriarcal ante uno de sus peores fantasmas: una mujer deseante que además desea mal. Y si algo ha sido tratado como una amenaza son los deseos incivilizados de las mujeres”. Una realidad ante la que cabe preguntarse, tal y como lo hace Clara Serra: “¿qué ha de hacer, por tanto, el feminismo contra una cultura patriarcal que ha exigido a las mujeres tener un deseo santo?¿Qué es liberar nuestro deseo?¿Vamos a liberarlo solo bajo la condición de que sea bello y bueno?”.
Con toda probabilidad, puede que seguir las normas que nos autoimponemos a la hora de sentirnos atraídas por alguien y de relacionarnos con esa persona nos ayude a transitar la vida de una forma más sencilla, más calmada. Puede que no hacer sexting de resaca y dejar de involucrarnos en el romance de personajes ficticios y capciosos nos haga sentirnos más tranquilas. Pero negar que hay una parte de nosotras que simplemente tiende a situaciones de este tipo también es una forma de ignorar la complejidad que nos caracteriza, y de devolvernos a un plano de idealización del que hemos intentado escapar durante décadas. Tal y como dice Sara Torres, ”también yo soy esa loca que fantasea escenarios y no los comparte nunca. Una que ama, odia, envidia, que por ello podría sentirse culpable y aun así sé que hay algo en mí que no termina de estar mal del todo”. Ni tampoco bien. Simplemente está. Y por mucho que nos joda, a veces hay que conformarse con eso. Porque además de mentes, somos cuerpos. Además de lógicas, somos deseantes. Y además de mujeres, somos humanas.