Artículo de Lara Escobar.
Ilustración de cabecera de Belén Casas.
En la saga Yakuza (Ryu Ga Gotoku Studio), conocida en Occidente también como Like a Dragon, las relaciones entre hombres ocupan el eje central de las tramas. La traición y la lealtad acompasan los enrevesados caminos de sus personajes. En esa encrucijada en la que confluyen la violencia, el amor, el odio y la ambición, asoman con agudeza los deseos y anhelos, esencialmente truncados o latentes en su perseverancia.
La personalidad yakuza, al menos en sus representaciones culturales, ha estado construida en torno al sacrificio y revestida de una determinada tonalidad de melancolía. El yakuza se encomienda a una vida destinada al sacrificio por su familia o clan, por su lealtad irreprochable y, en general, por unos valores que se juzgan dignos y trascendentales. Este sacrificio también se extiende a los lazos afectivos, enmarcando el camino del yakuza como una senda solitaria en la que, en muchas ocasiones, se reniega del amor en su vertiente romántica, supliendo su carencia con los lazos forjados entre hermanos jurados. La saga retrata a múltiples personajes, incluido el protagonista Kazuma Kiryu, que conocen con creces la magnitud de estos sacrificios.
Más allá de los videojuegos, el cine yakuza expone del mismo modo pasajes de desamor: protagonistas, como los de Tokyo Drifter (Suzuki, 1966) o Cerdos y acorazados (Imamura, 1961), que renuncian al amor (femenino) en pos de un proyecto de vida junto a su familia yakuza. En esta abnegación, los vínculos afectivos con mujeres y la heterosexualidad en sí se diluyen, reconduciéndonos a lecturas queer que resignifican las relaciones entre hombres en estos contextos particulares. Tal y como apunta el ensayo de Juan Dos Ramos, Gángsters maricas: extravagancia y furia en el cine negro (2022), la existencia de personajes gays en el submundo del crimen y las mafias no debería sorprender: la periferia y la marginalidad es un espacio en el que solían convivir criminales y personas queer.
Durante las diversas entregas de Yakuza son varias las tramas de romance heterosexual (Kiryu y Yumi, Kiryu y Kaoru o Majima y Makoto, por citar algunas) que concluyen con una resolución de amor platónico, cerrando absolutamente la posibilidad de que trascienda de ese estado. Los vínculos que los personajes masculinos establecen entre sí, no obstante, tampoco carecen de ese estado platónico, pero su relevancia en la trama supera en muchos casos la de los mencionados previamente: el lazo entre hermanos yakuzas o entre líderes y subordinados resalta como una fuerza motriz. La influencia de un hombre sobre la vida de otro puede ser completamente determinante, y esto es algo que evidencian relaciones como la de Nishiki y Kiryu o la de Mine y Daigo. Esta última, que se desarrolla en Yakuza 3 (2009), nos presenta una lealtad exacerbada por parte de Mine (uno de los personajes principales del juego) a su superior Daigo, a quien admira y valora por considerarle la primera persona en tratarle con respeto de forma desinteresada. La vida de Mine, marcada por el abandono y la ausencia de lazos afectivos genuinos, cobra un nuevo sentido al que, en cierto modo, le cuesta acomodarse y del que forzosamente se aparta cuando Daigo cae en coma tras un intento de asesinato. El coma de su admirado líder supone su retorno a una mentalidad egoísta, aunque las palabras con las que lo confiesa denotan su disgusto y desesperanza ante ello.
Daigo parece representar para él más que un gran patriarca merecedor de respeto: es la razón para creer, de nuevo, en la existencia del afecto verdadero, sin intereses materiales que lo enturbien. El tatuaje de Mine también nos brinda un testimonio de su relación con Daigo, representando un kirin, una criatura mitológica que presagia la llegada de un buen líder y que ofrece protección a aquellos individuos considerados virtuosos. Todo ello, unido a los últimos momentos que ambos intercambian, aderezados por miradas y emociones exaltadas, marcan el camino hacia una interpretación que sugiere una relación más allá de lo estrictamente heterosexual.
Por supuesto se podría discutir que estos vínculos afectivos no entrañan necesariamente una conexión romántica, pero la yakuza, con sus particulares códigos de honor, nos presenta un escenario propicio a su interpretación queer. En esa relación de hermandad, sustentada en la más devota lealtad y en la promesa de eternidad (un juramento de por vida e incondicional); en esa agrupación de hombres sin mujeres, asoma el atisbo del afecto queer.
Precisamente las relaciones románticas con mujeres que la saga desarrolla contrastan por un peso narrativo en cierta medida menor. A diferencia de las confesiones de amor entre hombres, ya sean leídas como gays o no (la de Mine a Daigo o, de forma más evidente, la de Oda a Tachibana en Yakuza 0), el amor hacia las mujeres se profesa de una manera contenida y pocas veces se verbaliza. Quizás debido a la inclinación de Yakuza por representar a su protagonista Kiryu como la encarnación del honor más puro, este tiende a expresar un interés romántico limitado por las mujeres. A veces sus interacciones con personajes femeninos denotan una ligera indiferencia o una adorable torpeza o cohibimiento (como en el caso de las conversaciones con hostesses) que lo dibuja, en definitiva, como un hombre encorsetado o incluso abnegado en sus deseos. El reencuentro con Yumi en Yakuza Kiwami (2016) tras 10 años de separación, por ejemplo, nos muestra al personaje considerablemente comedido, teniendo en cuenta las trágicas circunstancias de la reunión.
Violencia y homoerotismo
Toda obra que verse sobre la mafia japonesa debe lidiar, de una u otra manera, con la violencia que atraviesa su ser. En estos videojuegos, la violencia es un componente muy significativo que se enreda con las nociones de lealtad, justicia o ambición que dispensan sus personajes. Los combates entre hombres con el torso desnudo constituyen una parte sustancial de la saga y, paradójicamente, una de las exhibiciones más evidentes y más remotas de su homoerotismo. La agresividad, la violencia, la fortaleza o la resistencia ante el dolor físico, todos son parámetros que orbitan en torno al concepto de masculinidad hegemónica y que se dan cita en este tipo de escenas de Yakuza.
Algunos de los personajes son admirados y temidos por su imponente fuerza y su habilidad en combate, siendo elevados en ocasiones a la categoría de leyendas, con destacables ejemplos como El Dragón de Dojima o El Perro Loco de Shimano. En este tipo de contexto, en el que se performa una masculinidad en su reverso más acentuado o “excesivo” (Halberstam, 1998), la sombra del homoerotismo se mira de soslayo y se excusa o se ignora directamente. Se trata de un proceso de codificación (o decodificación) que se aprecia en entornos como el de los deportes de contacto o el fútbol, donde las muestras de afecto entre hombres o el contacto estrecho de sus cuerpos ni tan siquiera plantea su asociación al deseo queer; a pesar, claro está, de que en otros contextos o mediante otras masculinidades, serían indicio inequívoco de un homoerotismo patente.
Pese a ello, la saga dispone de ejemplos que trascienden la sutileza y que entrelazan el deseo con la violencia, tal y como manifiestan los personajes de Homare Nishitani y Majima. El primero, introducido en Yakuza 0 (2015), es un personaje excéntrico, de métodos indomables, que no oculta la excitación que le produce la violencia. Nishitani describe en términos explícitamente sexuales la pelea contra Majima, describiendo cómo solo pensar en ella le estimula y lamentando que la policía la parara antes de llegar al “clímax”. Esta conversación precede un breve plano de su entrepierna mientras sugiere que tiene una erección. La relación de Nishitani con la violencia y el dolor evoca las prácticas sexuales sadomasoquistas, como una disidencia sexual que encuentra espacio en el peculiar placer de un yakuza agresivo. Retoma, así, el ejemplo de personajes como el de Kakihara en Ichi The Killer (Miike, 2001).
La identidad de Majima parece tomar inspiración del carácter de Nishitani, adoptando en el resto de títulos una personalidad extravagante muy similar en su perspectiva de la violencia. En el caso de Majima se sustenta también como una manera de expresar y satisfacer ciertos deseos, los cuales giran en torno a la admiración hacia el poderío de Kiryu. Majima Everywhere, una mecánica implementada en Yakuza Kiwami y que consiste en la aparición aleatoria del personaje con el fin de combatir a Kiryu, escenifica esa asociación entre violencia y deseo. El irrefrenable afán por perseguir al protagonista se excusa en un intento por medir el progreso del personaje, pero refleja inevitablemente el interés desmesurado de Majima por Kiryu, a quien le realiza ciertos comentarios que sugieren una inclinación romántica o sexual. La violencia para Majima parece ser el lenguaje que le permite articular su admiración, su reverencia y, en última instancia, su afecto. La adaptación cinematográfica de este título, dirigida por Takashi Miike (2007), parece comprender esa retórica, y no se contiene a la hora de plasmar la tensión que esta desencadena entre ambos personajes.
El tono de Yakuza oscila con agudeza entre el noir más cruento y la ligereza más hilarante. Las menciones de una sexualidad queer suelen estar contempladas desde ese segundo revés, como se aprecia en la manera de enmarcar los comentarios más sugerentes de Nishitani o Majima como producto de su estrafalaria (y jocosa) personalidad. Goromi, el “álter ego” femenino de Majima, parece ser para el videojuego otra divertida ocurrencia, aunque también un coqueteo con la fluidez de género que nos expone a un Majima desvergonzado y seguro en su feminidad, sin temer ver su masculinidad amenazada. Este aspecto contrasta con la construcción de la identidad de Kiryu (como hombre hipermasculino y poderoso) y presenta el conflicto entre homoerotismo y heterosexualidad que pone de manifiesto, por ejemplo, una determinada escena de Yakuza 3. En ella, Rikiya y él se hacen pasar por una pareja gay para infiltrarse en un hotel. La “actuación” de Rikiya, profusamente cariñosa, provoca la incomodidad del protagonista, que se deshace de su contacto a la primera oportunidad, con visible molestia. No es la única vez que la aparentemente inquebrantable masculinidad de Kiryu se ve “en apuros” al aproximarse a la esfera queer. Durante una misión secundaria de Yakuza Kiwami, en la que el protagonista se topa con una mujer en la calle que le ofrece pasar el rato, si se accede a tener sexo con ella, el personaje recibirá un poco de daño, como aparente resultado de descubrir que es una mujer trans. La masculinidad heterosexual, específicamente la que performa un yakuza a la antigua usanza, se pone a prueba mediante estos contactos con lo queer. En estas interacciones, por lo que se deduce, media el rechazo tajante y la ridiculización como una aparente estrategia para mantener indemne la masculinidad.
En Yakuza, pues, lo queer suele encontrar su espacio en el margen de la ocurrencia cómica o en el de la hipermasculinidad. Pese a que la saga no muestra un especial interés por una representación rigurosa o clara de la diversidad sexual o de género, los indicios que disemina conforman un escenario fascinante para su lectura queer, tal y como evidencia el entusiasmo fan respecto a esta. Al ahondar más allá de la superficie, al desenmarañar el estereotipo que se preveía autosuficiente, nos topamos con un panorama de hombres abnegados cuyos sacrificios adquieren un nuevo sentido en relación a sus deseos. Los valores de lealtad y fidelidad, de fuerza y poder, confeccionan vínculos estrechos en los que los afectos y el homoerotismo toman su parte y matizan con nuevos tintes las retóricas de las historias yakuza.