Videojuegos bucólicos: sobre naturaleza y slow gaming

Imagen de cabecera realizada por Lucía Gallego.

 

A lo largo de los siglos, la humanidad nunca ha dejado de sentir fascinación por la naturaleza. Lo vemos en todas las artes: los cuadros impresionistas de Monet, la discografía de Björk, el cine de Miyazaki, las novelas de Herman Melville… La naturaleza ha sido retratada de mil maneras distintas, convirtiéndose así, en una de las grandes protagonistas de nuestra historia. Por supuesto, los videojuegos no iban a ser menos. 

Como toda expresión artística, ha sabido llevar el paisaje natural a algo más allá de una simple ambientación donde colocar a sus personajes. Podemos verlo claramente en toda la saga de The Legend of Zelda (Nintendo, 1986-Actualidad), donde los bosques se convierten en una parte tan fundamental de los juegos, que no podríamos imaginar un Zelda sin ellos. Esto no es de extrañar, ya que Shigero Miyamoto, uno de sus creadores, explica que “una de sus motivaciones a la hora de crear TLOZ era transmitir la sensación de libertad y descubrimiento que experimentó durante su infancia en los bosques de Kyoto” (Navarro-Remesal, 2019).

 

«No podemos evitar tener un recuerdo romántico e idealizado de la naturaleza perdida.»

 

Resulta muy interesante analizar cómo nos comportamos como jugadores cuando nos encontramos en mitad de un bosque u océano: nos perdemos a propósito, buscamos pequeños detalles, interactuamos con la fauna… Simplemente, observamos. Generando de esta manera una nueva forma de jugar. Más lenta, más relajada. El slow o zen gaming, del cual ya hemos hablado un poquito en artículos anteriores. Este fenómeno queda muy bien reflejado en Ghost of Tsushima (Sucker Punch Productions, 2020), que aun siendo un juego de acción, te da la opción de sentarte a meditar y escribir haikus mirando al horizonte.

¿Se podría conseguir esto mismo en otro espacio? Yo creo que no. El retrato de la ciudad abierta, como en el caso de Cyberpunk 2077 (CD Projekt, 2020) o GTA V (Rockstar, 2013), es inmediato, airado, impaciente y ansioso. Nos induce a actuar de forma contraria: robar coches, pelearnos, asaltar bancos, atropellar ancianas… Es de todo, menos zen.

Composición de un haiku en Ghost of Tsushima. Fuente: Godricsnow.

Por este motivo, considero que a la hora de desarrollar un walking simulator, siempre funcionará mejor situarlo en un espacio natural. Ejemplos como Firewatch (Campo Santo, 2016) o Slender: The eight pages (Parsec Productions, 2012), que no pueden ser más diferentes entre sí, no habrían funcionado igual si ocurrieran en otro sitio que no fuera un bosque. Para muestra un botón, y es que las versiones de Slender que se desarrollaban en edificios no tuvieron la misma repercusión que el original.

¿Pero por qué nos fascina y nos abruma tanto la naturaleza? No es solo por la paz, ¡o el miedo!, que nos genera. Más allá de la poesía, encontramos una vasta cantidad de oportunidades a nuestro alcance. En su paper Pixelated nature: ecocriticism, animals, moral consideration, and degrowth in videogames, Víctor Navarro-Remesal nos distingue nueve categorías en las que la naturaleza juega un papel fundamental. El crafteo [Minecraft, (Marcus Persson, Mojang Studios, 2009)], la explotación de los recursos [Harvest Moon (Amccus, 1996)], la exploración de la fauna [Abzû (Giant Squid Studios, 2016)]… son solo algunos ejemplos de lo que se puede llegar a hacer en la naturaleza.

A mí personalmente me parece muy llamativa la idea de disfrutar de la naturaleza a través de un videojuego, porque no deja de ser algo contradictorio. No solo por el hecho más industrial de este tema, sino porque para jugar has de quedarte en casa, con los ojos fijos en una pantalla y la cabeza llena de estímulos. Es curioso ver cómo en una situación tan “antinatural”, la naturaleza sigue llegando a nosotros. Incluidos aquellos juegos que no están diseñados de forma realista, tal y como suscribe Alenda Y. Chang, autora de Playing Nature: Ecology in Video Games (2019), en su entrevista para Serpentine Galleries: “Intento escribir sobre todo tipo de juegos, analógicos y digitales, viejos y nuevos, en gran parte porque no creo que los gráficos más sofisticados sean necesarios para experimentar un realismo medioambiental”. 

 

«Cada vez hay más inquietud sobre la crisis medioambiental. Necesitamos más referentes positivos, menos distopías, para poder soñar.»

 

Las grandes urbanizaciones se han apoderado de los espacios y los han reconvertido en lugares estériles, llevándonos a tener un recuerdo muy romántico e idealizado de esa naturaleza perdida, nublado por la añoranza, la nostalgia y el confort. Como si, de alguna forma, al estar alejados de ella sintiéramos un anhelo muy profundo, una llamada que no podemos evitar escuchar. Una necesidad intrínseca, también, de querer protegerla.

Lo que deriva en el último punto que quiero mencionar: la ecocrítica y el tratamiento de la crisis medioambiental desde el videojuego. No es de extrañar que los videojuegos se presten a hablar de este tema y de generar reflexiones en el jugador, de la misma manera que lo han hecho anteriormente otras artes como el cine, especialmente el de animación. Ponyo en el acantilado o La princesa Mononoke (Hayao Miyazaki, 2008 y 1997), son dos buenos ejemplos. Es evidente que entre las nuevas generaciones hay cada vez más inquietud e interés en lo que respecta a esta crisis, y eso se traslada al arte.

Cada vez más a menudo, nos encontramos con estrenos que nos hablan de la importancia de cuidar el entorno, tanto la flora como la fauna. Sobre esta última escribió un artículo muy relevante Sara Abernathy para Terebi: Liberación animal en el mundo digital (2022), por lo que no me extenderé. Pero en lo que respecta a la naturaleza como tal, un buen ejemplo de este tema es el simulador indie Nuts (Noodlecake, 2021). Una aventura en la que te conviertes en investigador de ardillas, con el objetivo de observar su comportamiento y descubrir qué está pasando en el bosque donde habitan. Aunque el final del juego me dejó algo fría, la dinámica es divertida y el mensaje, contundente. Las ardillas, mediante sus viajes nocturnos y el hecho de robarte los apuntes, te presentan cómo una gran corporación pretende destruir su hogar.

Fotograma de Nuts. Fuente: Nuts.Game.

Por desgracia, siento que la gran mayoría de formatos que tratan este tema, siempre lo hacen desde una perspectiva muy aniñada o muy pesimista. En lo que a crisis medioambiental respecta, es difícil encontrar contenido, por un lado, que no vaya dirigido a un público infantil; o, por el otro, que no tenga un tono desesperanzador. Como público adulto solemos encontrarnos con distopías donde la Tierra está en las últimas, como en la película Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013) o en el mismo Final Fantasy VII (Square, 1997). Distopías que suelen dejarnos con una sensación de preocupación y desolación. Como si no hubiera ninguna esperanza.

Esto me lleva a mi conclusión final y a recordar una conversación que tuvimos en el grupo de Telegram de Terebi. Une de nosotres preguntó si conocíamos algún juego que consistiera en una utopía y nos dimos cuenta de que no dábamos con nada que pudiera servirle del todo. Sí, estaban Los Sims (EA Play, 2009-actualidad) o Animal Crossing (Nintendo, 2001-actualidad), juegos en los que no hay presión ni objetivos, donde puedes hacer lo que te apetezca. ¿Pero utopía como tal? No se nos ocurrió ninguno. Con esto, se llegó a una reflexión: De la misma manera que tener referentes en las relaciones sanas o representación en la comunidad LGTB, es importantísimo, tal vez sería igual de vital tener ejemplos de utopías y formas de vivir donde todo el mundo es feliz.

Fotograma de Flower. Fuente: Sharkberg.

¿Cómo vamos a pensar en sociedades felices si nunca hemos visto ninguna?¿Cómo podemos crear, o siquiera aspirar, a ello sin referentes? Tal vez sea el momento de desarrollar juegos de gran simplicidad, de zen gaming, con grandes arboladas, con ciudades conviviendo en armonía con la naturaleza.

Tener más ejemplos como Flower (ThatGameCompany, 2009), y no ser más que pétalos moviéndose al son del viento, reclamando el espacio, el color y la vitalidad que tanto ansiamos.

Ana Burgos

Guionista y novelista. Graduada en Comunicación Audiovisual. No he parado de escribir historias desde los 9 años y estoy metida en el mundo del cine. Me gusta todo aquello que cuente algo. Y dormir.

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