Calma, paz y exploración. Mi viaje en Zelda: breath of the wild.

Ilustración de cabecera: Ana Dalle

El alemán tiene dos palabras para referirse a esa pasión por caminar y al hecho de echar de menos lugares que todavía no has descubierto. Solemos escuchar mucho la primera y es la que colma las publicaciones de Instagram: Wanderlust. Si bien se ha transformado hasta ser «pasión por viajar» su etimología hace referencia al placer de pasear. La segunda palabra es fernweh: la atracción por descubrir lugares y huir de una realidad que te asfixia.

Enciendo la consola. Entro a mi perfil para ver cuántas horas llevo al The Legend of Zelda: breath of the wild (Nintendo, 2017). Para mí han pasado en un suspiro, en un abrir y cerrar de ojos, pero la máquina me registra más de 160 horas a día de hoy. Curioso, porque hace dos años no pude pasar de las 40 y solo hice un cuarto —una bestia y su zona— de lo que llevo en esta vez.

Por ahora son más de 160 h de fernweh camino a mi wanderlust videojueguil.

 

Todas las capturas de este artículo han sido realizadas por la autora.

Se ha hablado mucho sobre cómo los videojuegos nos ayudan con nuestro estado de ánimo, cómo lo mejoran y, según qué estudios, cómo nos destruyen o nos hacen violentos. No quiero hablar de cómo mejoran tu estado de ánimo, aunque está estrechamente relacionado, sino de cómo un estado de ánimo, un momento en la vida, provoca que todo lo que no te gustó de un juego con anterioridad sea lo que más te acabe gustando y por lo que no puedes dejar de jugar.

Volví a entrar en Hyrule con muchas ganas, pero sin mucha esperanza, comenzando desde el principio una partida porque no me sentía bien continuando con una historia de la que ya ni me acordaba, ni a la que me sentía unida. El deseo de que me gustara esta vez era casi una obligación.

Pero, tras acabar el tutorial, me sorprendí a mí misma viendo que lo que me agobió en un principio, ese mapa vacío, esas largas distancias de un sitio a otro, esa casi inexistente guía a la que acudir —cosa también normal, han pasado 100 años y todo se fue al garete— es lo que se convirtió en mi refugio hace apenas dos meses.

 

Lo describo como mi wanderlust videojueguil porque, aunque el mapa y el juego tiene sus limitaciones físicas, las diferentes regiones que existen hace que su mundo sea un mundo rico, donde ir al calor de la playa o congelarte en lo más alto de las montañas está a tan solo unos días de camino. Nos encontramos con NPCs bien construidos, habitantes de ese mundo desolado, con las mismas inquietudes que nosotros: inquietudes por saber qué pasó, qué son esas ruinas, qué es lo que brilla, buscando las mejores recetas; pero, sobre todo, personajes que reaccionan a tus acciones:si sacas un arma sin querer, se asustan; si usas el amiibo y les cae cerca, gritan; se emocionan, corren, ríen y, en general, tienen una vida más allá del momento en el que los visitas o los ves. Incluso los kologs hacen un quejido si, sin querer, les cae la piedra que les cubría encima.

Acostumbradas a mapas llenos de luces, colores y llenos de objetivos que cumplir, nos encontramos ante un mapa vacío, totalmente abierto a la jugadora. Ella es quien pone las pautas para su exploración: un lienzo blanco que pintar, donde tú tienes los pinceles y que, gracias a tu exploración, se vuelve más rico llenándose de esos secretos que tú alcanzas a ver si giras la cámara, pero que no hay constancia de ellos hasta que llegas.

 

But Breath of the Wild dumps most of this typically calcified open world stuff, and replaces it with a different kind of video-game pleasure: the joy of exploration.

(Hines, 2017)

Te lanzan a una pradera vacía, pero llena de vida. No hay nadie, salvo unos monstruos y muchas ruinas, y no sabes a dónde ir. En tu mano está descubrir todo por lo que ha pasado Hyrule en estos 100 años, visitar los lugares, buscar las puestas de todo o no hacer nada e ir directamente a por el malo.

Las horas que me pasaba explorando Hyrule no mejoraban mi estado de ánimo, sino que era como un apósito que arrancaba al apagar la consola y que yo volvía a aplicar al encenderla. Mis problemas seguían ahí, pero mientras vagaba por sus tierras, mis problemas eran otros: encontrar gente a la que ayudar, recorrer en caballo las llanuras, domar a las bestias divinas y encontrar santuarios.

 

Experiences of “absorption-dissociation” explain the positive therapeutics of the game, which combines relaxation alternating with mildly stress-inducing flow states.

(Jones et al., 2014, p. 4)

Aunque esa absorción era una paz momentánea donde no pensar todo lo que estaba pasando a mi alrededor —amén de la pandemia—, no era una alivio ni en mi estrés ni en mi ansiedad, pues no mejoraba la situación con la que estaba lidiando, y tuve días donde no era una absorción sana, hay que admitirlo. Pero el juego me daba un propósito, un sentido, el poder hacer algo, el tener unos objetivos que aunque esparcidos, eran claros.

 

En un momento en el que no podía hacer nada en el mundo real, tenía en mis controles el destino del mundo fantástico y, a la vez, todo ese mundo a mi disposición para perderme si no me apetecía salvarlo por ahora.

Y aquí se convirtió en mi fernweh, tuve morriña de los lugares que no había visitado, de los que los personajes me hablaban y de lo que quería seguir descubriendo. Hasta casi acabar el juego no me compré la casa y no la uso, pero tengo que guardar esos escudos gerudo. Mi intención era —bueno, y es— continuar viajando por las praderas, montañas heladas y postas de Hyrule hablando con la gente que se acerca y la que habita en los poblados. Huir de mi realidad, que me agobiaba, y adentrarme en otra en la que era un poco más libre pero limitada de igual manera.

No se trataba del sentimiento de catarsis que sí podíamos encontrar en otros juegos, ya que no me liberaba de nada. Ha sido más perderme en la nada y descubrir ese slowgaming que tanto necesitaba. Me ha costado mucho poder definir lo que he sentido con este juego en este momento, pero verlas en textos de otras personas me ha ayudado y este magnífico texto de Víctor Navarro en Presura lo expresa muy bien.

 

Esa sensación de que el juego está detenido en el tiempo, porque da igual cuántos atardeceres veas o cuántas veces pasees por la playa, Ganon no avanza si no lo buscas y eso puede ser nunca. Te puedes quedar en los atardeceres perpetuos, en los paseos por la playa y hacer como que el mundo en el que te has despertado no te necesita. Eres un viajero más, eres alguien olvidable, solo quieres disfrutar del sonido de las olas rompiendo contra las rocas un día más.

Más allá de cómo nos ha servido de refugio el Animal crossing a todas las que hemos podido disfrutar de él durante la pandemia y el hecho de pasar muchas horas arreglando la isla a tu antojo, para mí, este título de Zelda ha sido como volver al calor del hogar: un lugar a donde regresar y descansar después de un largo viaje y, a la vez, un lugar donde seguir explorando y descubriendo.

En un momento en el que no podía hacer nada por la situación que estaba atravesando y que me generaba tremenda angustia, las llanuras y montañas nevadas de Hyrule y sus habitantes fueron un salvoconducto al que escaparme y que me ofrecía descubrirlos misterios después de 100 años de silencio.

 

¿Habría podido correr por la hierba alta o cabalgar por los cañones de Gerudo si en mi vida personal no me hubiera sentido tan encerrada o tan… inútil? Los juegos tienen su momento en nuestras vidas para saborearlos. No es lo mismo jugar y sentir un «esto no es para mí» que un «este no es el momento de dedicarle 130 h».

La primera vez que me lancé a las praderas de Hyrule sentí que me lanzaba muchos estímulos y ninguno a la vez. Había mucho por explorar y a la vez estaba todo tan vacío… Y, sin embargo, ahora es lo que más me gusta del juego. Sé que tengo una misión principal, pero me puedo buscar yo las misiones que quiera a mi ritmo.

Yo he convertido este Zelda en mi propio walking simulator, mi slow game particular, un poco ese jugar bonito y usar las mecánicas del juego de otra forma para mi bienestar, muchas veces con mis reglas y moralidad que el juego no me imponía, ni siquiera me lo planteaba. He intentado llevar una partida sin caza y sin comer carne, aunque no lo haya conseguido del todo —esos mandobles a destiempo de un lobo que se te cruza— intentando respetar al máximo esa tierra que lleva 100 años curándose. De nuevo, Víctor acude a mi rescate y lo vuelve a expresar de forma magnífica.

Cuando echo de menos mi casa, me voy a la playa y paseo por la costa escuchando el sonido de las olas romper contra las rocas. Cuando me encuentro a Nyel en cualquier posta o prueba heroica, me quedo a escuchar por completo la tonada—vale, puede que me quede escuchándola varias veces—. Cuando llueve, me quedo quieta escuchando cómo me cae la lluvia. Puede que me dé la calma que no me da el mundo real. Y ese tipo de sensación desencadena otra, la seguridad de volver a Hyrule y saber que podré seguir haciendo lo que más me evadía: escalarlo todo, buscar la ruta que gaste menos estamina, parar a que me llueva, escuchar cómo ruge el aire… Sin música que me moleste.

 

The lilting, unobtrusive music is secondary to the soundscape of nature: The whistling wind and the occasional whip-poor-will take precedent over a manipulative orchestral score, enhancing the sense of place.

(Hines, 2017)

El hecho de tener lugares con los que relacionar mi casa en el mundo real hace que mi presencia en ambos mundos fuera algo menos irreal y algo más tangible. Y, como bien he citado arriba, el poder pasear sin música, solo escuchando los sonidos de la naturaleza hizo que el enlace con el mundo real fuera mucho más fuerte porque me venían a la mente los momentos y lugares donde los escuché.

 

Video games that engender a greater sense of presence are likely to elicit greater physiological arousal (…), involvement, and attention (real-world stimuli, or stimuli that are perceived more or less as such, are likely to elicit greater attentional engagement (…))

((Emotional response patterns and sense of presence during video games, 2004))

Ese gran sentimiento de presencia era lo que necesitaba en este momento de mi vida, ahora que todo más o menos está estable y que mi recorrido con el juego en cuestión de objetivos llega a su fin, la necesidad de ese apósito para olvidarme del mundo real es cada vez menor. La emoción, sin embargo, no lo es.

 

Todos en un momento de nuestra vida nos lanzamos a los productos culturales que están a nuestro alcance para poder olvidarnos de lo que nos está pasando. Esa pausa más que necesaria del mundo real incluso sin pandemia, solamente con todos los pagos y la incertidumbre que está sobre nosotras.

Han pasado dos años y creo que he crecido, sé que he mejorado en cuanto a mí se refiere —mi estado mental, mis sentimientos, mi forma de afrontar ciertas cosas— y es por eso que quizás, ahora, pese a la angustia que se cernía sobre mí, era el momento de entrar en un Hyrule vacío, pero con tanto carisma y tanto que ofrecer.

Este Zelda, para mí, no ha sido solo mi rincón y mi obsesión; ha sido mi necesidad.

 

Bibliografía:

 

  • Hines, Z. (2017). «Zelda: Breath of the Wild» makes open-world games exciting again. Engadget. https://www.engadget.com/2017-04-04-zelda-breath-of-the-wild-open-world-games.html

 

  • Jones, C. M., Scholes, L., Johnson, D., Katsikitis, M., &Carras, M. C. (2014). Gaming well: links between videogames and flourishing mental health. Frontiers in Psychology, 5, 4. https://doi.org/10.3389/fpsyg.2014.00260

 

  • Emotional response patterns and sense of presence during video games. (2004). https://doi.org/10.1145/1028014.1028068

Tamara Morales

Localizadora de videojuegos y amante del inglés. Todo empezó cuando pusieron en mis manos una GBC con el Pokémon amarillo, desde entonces he recorrido el mundo disparando conchas azules, he escalado por encima de mis posibilidades en el BOTW y he ayudado a Phoenix en sus casos.

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