Creo que nadie me mirará raro si digo que 2020 ha sido un año extraño hasta la náusea. Casi se nos ha olvidado lo que es un abrazo, saludar con un beso. Hemos aprendido a sonreír con los ojos y a escuchar sin leer los labios. Hemos estado lejos, en aislamiento, en cuarentena, con la preocupación por propios y extraños reconcomiéndonos. Hemos tenido que reinventar nuestro trabajo, nuestro ocio, nuestro deporte. Y nuestra forma de crear recuerdos.

Los días ya no se miden en ir al cine, una celebración de cumpleaños o el día que descubriste un nuevo restaurante. Mis recuerdos de este 2020 son más del tipo “la noche de la lluvia de estrellas vestidos en pijama” de Animal Crossing, la tarde de la videoconferencia a cuatro bandas en tres países distintos, la tarde en Twitch jugando a destrozarle la vida a personajes de videojuego.

Me he dado cuenta de que en mis recuerdos de 2020 apenas hay olores o sabores. Hay sonidos, colores y rostros. Hay pruebas de obstáculos, diálogos delirantes y, en ocasiones, la sensación de estar teledirigida, de no poder elegir el siguiente paso. 2020 se ha convertido, de alguna forma, en un videojuego. En una mezcla absurda e imperfecta de todos los videojuegos que he jugado en mi vida. Lleno de sensaciones visuales y auditivas, pero casi despojado por completo de cualquier otra percepción sensorial.

“Menuda empanada mental que te estás formando”, diréis. Y seguro que no os falta parte de razón. Sin embargo, nada es tan terrible como parece negro sobre blanco. Y esto tampoco lo es. Porque esta reflexión de fin de año que comparto ahora me ha llevado a darme cuenta de lo difícil que es transmitir emociones, crear recuerdos, cuando la experiencia sensorial no es completa. Y el trabajazo inmenso que tiene hacer precisamente eso en un videojuego.

No estoy hablando de la magia que se produce cuando una banda sonora te hace estremecerte (gracias, Akira Yamaoka, por tanto). O cuando la portada de un juego, o un clip en Youtube, te hace emocionarte porque conecta con algo que llevas dentro. No hablo de los recuerdos que nosotros creamos de los videojuegos (y de lo que hemos hablado extensamente a lo largo de este año). Hablo de usar los recuerdos, la memoria, como parte de la narrativa. Nunca hasta ahora había sido consciente de lo difícil que puede ser transmitir toda la emoción, todo el significado, de un fragmento de historia.

El primer, y principal, juego que se me viene a la cabeza mientras escribo estas líneas es Unravel. Una joya de juego en el que a través de Yarni recorreremos los recuerdos de los dueños de la casa. Poco a poco descubriremos su historia y, sin necesidad de olores o sabores, casi sin contexto, seremos capaces de sentir como propias la alegría, la angustia, el dolor. Una imagen será capaz de evocarnos un recuerdo concreto. De arrancarnos una sonrisa o una lágrima.

Child of Light también usa la técnica de ir desvelando la historia pasada poco a poco hasta hacernos comprender qué ha ocurrido con Aurora, la niña protagonista de esta historia. En este caso el impacto visual es, quizá, menos importante que la palabra escrita. Serán las rimas las que nos despierten las emociones y las que nos vayan contando el relato de un mundo mágico.

What Remains of Edith Finch también nos obliga a mirar atrás para avanzar en la historia. A través de cinemáticas (imagen) y los escritos de su diario (palabra), recrea los trágicos sucesos que pueblan la genealogía de los Finch. Incluso mi adorado (y odiado) World of Warcraft recurrió a esta técnica narrativa en la expansión Cataclysm. Descubrir cómo el mundo que conocíamos había desparecido fue el objetivo de la trama principal de la historia.

Acudir a la memoria como hilo narrativo es, pues, algo bastante habitual en los videojuegos. Algunos lo usan de forma puntual y otros, como hemos visto, como eje maestro. Algunos son capaces de hacernos creer que esos recuerdos son “reales”. O de provocarnos las mismas sensaciones que tendríamos si fueran nuestros. Y estos son los que, a mi juicio, ganan la partida. Los que han hecho que sienta este 2020 como una colección de fotografías que Yarni podría colocar en un nuevo álbum. Los que, a través del tiempo, me han hecho comprender que los recuerdos “no presenciales”, por llamarlos de algún modo, pueden ser tan poderosos como los que sí lo son. Los que, de alguna manera, me han ayudado a pasarme este nivel armada de mejores habilidades y equipamiento que cuando lo empecé.

Aunque, no nos engañemos, sinceramente espero que 2021 nos traiga a todos muchos más recuerdos presenciales, llenos de olores, sabores y sensaciones táctiles. Y no hablo solo de sentir el teclado y el ratón, o el mando de la consola, en nuestras manos. Aunque también, porque si no ¿de qué íbamos a hablar aquí?

Hasta entonces, felices fiestas y que vuestro 2021 esté lleno de grandes juegos en primera persona.

María Martín

Licenciada en Periodismo, llevo juntando letras desde que tengo uso de razón, y ganándome la vida con ello desde hace unos 20 años. Jugadora desde los años del Commodore 64, le debo todo lo que sé a Sierra Entertainment y LucasArts. Lectora empedernida y consumidora incansable de series y de cine, me desestreso con los shooters, adoro las aventuras gráficas y he dedicado cientos de horas a seguir siendo igual de desastre con los plataformas que cuando empecé. Si no me ves en la vida real será porque esté paseando por Azeroth con mi elfa druida.

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