Ilustración de cabecera: Ana Dalle
Madrid, 1993. Las navidades estaban a la vuelta de la esquina y la Super Nintendo asomaba por el horizonte jugón de mi hermano. Y en el mío, por supuesto, porque yo tenía muy claro que uno de los mandos iba a ser mío.
Él insistía en que sería de sus amigos, pero yo sabía que tendrían que arrancarlo de mis frías manos. Nunca llegamos a eso, como prueba que siga hablando y jugando, pero sí dejamos muy claro que yo era la segunda dueña de aquella caja de sueños.
Fue la primera consola que entró en mi casa. Yo tenía 16 años, había aprendido a jugar en ordenador (del Commodore 64 a diversas versiones de Windows con Sierra o Lucas Arts como suministradores primarios de horas de diversión) y la única vez que había cogido un mando fue, en otras navidades, cuando a mi primo le regalaron la Atari 5200, que en realidad tenía un joystick con botones y que hoy me hace pensar en un datáfono más que en un sistema de juego. La Game&Watch también tuvo sus horas de gloria en mi casa (gracias a un viaje de mi madre a Canarias), pero la Super Nintendo era otro mundo. No os voy a explicar cómo mi cerebro casi explota al ver los gráficos. Sé que hoy no parecen mucho, pero en aquel momento para mí, que venía del mundo del PC donde las posibilidades eran más bien escasas, supuso una revolución. La diferencia entre jugar en un antiguo monitor de ordenador y una televisión, por cutre que esta fuera, suponía un paso de gigante.

Aquella caja gris con cartuchos nos prometía horas felices de evasión. Y mi hermano y yo estábamos dispuestos a exprimirla hasta las últimas consecuencias. Comenzamos con los tres juegos que acompañaron a aquel regalo: Super Mario World, Super Mario Karts y Street Fighter II. Nos convertimos en expertos en lanzar plátanos y caparazones de tortuga, en enlazar patadas voladoras y puñetazos. En escapar de fantasmas y recoger monedas a lomos de un adorable dinosaurio. Pero, sobre todo, nos convertimos en expertos en dirimir nuestras diferencias a través de 16 bits.
Nos recuerdo a los dos sentados en el suelo del despacho, incapaces -sobre todo yo- de no inclinar nuestro cuerpo en la misma dirección en la que hacíamos girar aquellos coches de carreras. Discutiendo interminablemente quién era mejor, si Ryu o Chun-Li, y solo poniéndonos de acuerdo en que Dhalsim no servía para nada. Nos turnábamos en Super Mario para superar pantalla tras pantalla: a mí se me daban bien las casas encantadas y a él todas aquellas en las que el agua tuviera un papel principal.

Exprimimos aquella consola y aquellos juegos hasta sacarles la última gota de jugo que tenían. Y cuando lo hicimos, tuvimos que encontrar otras aventuras. Por desgracia, o por suerte, nunca encontramos otro cartucho que nos enganchara a los dos de aquella forma. Mi hermano se decantó más por los juegos de lucha y las plataformas -para mí- imposibles, y yo me obsesioné de muy mala manera con unos bichillos de pelo verde a los que había que salvar de sus tendencias suicidas, los lemmings. De vez en cuando nos juntábamos de nuevo y volvíamos a uno de nuestros clásicos. Él acabó ganándome el 100% de las veces que jugábamos al Street Fighter y yo era intratable en las carreras de Karts.
Un día, en una visita familiar a casa de mi padrino, descubrimos una nueva obsesión compartida. Un juego de plataformas que era adaptación del último éxito de Disney: Aladdin. Jugamos el primer nivel allí, bajo la atenta mirada de los hijos de mi padrino y, dado que ellos ya se lo habían pasado, lo pedimos prestado hasta nuestra siguiente visita. Lo que siguió, lo podéis imaginar: horas, horas y horas de los dos sentados en el suelo intentando conseguir todas las manzanas, todos los escarabajos dorados y todos los niveles extra y, por supuesto, todas las gemas escondidas en cada nivel. Volvimos a compartir mando, mi hermano era un dios conduciendo la alfombra mágica y a mí, por curiosidades de la vida, se me daba bien callejear por Agrabah saltando de plataforma en plataforma, dejándome caer planeando y haciendo acrobacias. Superamos los 7 niveles jugando juntos y luego lo intentamos cada uno por separado. Spoiler: nunca lo logramos.

Cuando, dos semanas después, devolvimos el juego, habíamos logrado vencer a Jafar convertido en serpiente al ritmo de la música de Alan Menken reconvertida para la consola. Mi hermano olvidó aquel juego -aún hoy soy yo la que tiene que recordárselo- pero para mí se convirtió en una nueva obsesión. Daba igual que ya lo hubiéramos conseguido todo, o casi. Yo quería seguir jugando. Quería dominar por mí misma el vuelo en alfombra, o terminar todos los niveles con el menor número posible de vidas perdidas. Sin embargo, nunca pasó. Aquellas dos semanas fueron las únicas que pasé con aquel juego. Donde vivía no había tiendas de videojuegos como tales y en el único sitio que había la selección era escasa y muy basada en novedades, por lo que Aladdin nunca estuvo en sus estanterías cuando yo lo quería.

Cuando hace un año volvieron a reeditar el juego creado hace casi tres décadas por Shinji Mikami, quien luego saltaría a la fama con una saga muy diferente, Resident Evil, me lancé casi inmediatamente a por él. Podría haberlo comprado para PS4 y, sin embargo, lo sentía casi como una traición. Sé que muchos opinan que la versión para Sega era mucho mejor, pero yo le debía mis horas de disfrute a Nintendo, así que me traje a casa la versión para Switch. Lo abrí, lo instalé en la consola, jugué el primer nivel y la nostalgia pudo conmigo. ¿Y si el juego no era tan maravilloso como yo recordaba? ¿Y si mi adquirida torpeza con los plataformas me impedía disfrutar como cuando era adolescente? ¿Y sí…?
Hace un año que recuperé aquel juego de mi adolescencia. Hace un año que descansa en mi estantería, mirándome con ojos acusadores. Hace un año que intento superar mi miedo a una decepción. Y lo haré. Algún día volveré a Agrabah.
[…] todo irá bien, y es ahí cuando puede venir el problema. Tindriel lo menciona en su artículo de Aladdin (Virgin Games, 1993) y me parece un apunte muy acertado. Un día te levantas pensando en ese juego […]