Los videojuegos, así como tantas otras formas de cultura popular, han sido objeto de numerosas críticas, ya fuesen éstas políticas o morales. Muchos de los debates que rodean a este “nuevo” medio de expresión se centran sobre todo en el contenido: hablan de la violencia en los videojuegos, de la infinidad de crímenes (incluso sexistas) que se muestran en algunos de ellos, y de la influencia que estos pueden (o no) tener en el jugador. Estas críticas son, sin ninguna duda, necesarias para tratar las implicaciones éticas de los productos que consumimos, pero este artículo va a intentar considerar otro aspecto ético de la cuestión. Para ello, vamos a partir de la tan manida pregunta: ¿Es bueno jugar a videojuegos?
No podemos negar que los videojuegos nos aportan un tipo de placer, y precisamente muchas críticas en contra de ellos toman esta línea y afirman que dicho placer se lleva a cabo en detrimento general del individuo; es decir, según este argumento, el placer que nos aporta nuestro videojuego favorito puede en realidad ser un «falso placer». A todos nos viene a la mente la afirmación que nos lleva persiguiendo desde los ochenta: «Jugar a videojuegos es una pérdida de tiempo y además vuelven a los niños locos, se les inyectan de sangre los ojos, se olvidan de hasta comer mientras están absorbidos por la dichosa maquinita». Aunque la respuesta a este tipo de declaraciones parezca obvia, este debate sigue estando de una manera u otra vigente en nuestros días y, a medida que se vayan asentando los videojuegos como un producto cultural más que merece su campo de estudio específico, podremos seguir ahondando en la justificación de por qué no todos los videojuegos son, en realidad, causa de un «falso placer».
Con dicho objetivo en mente, primero acudiremos a la noción de «falsa creencia» de Platón para explicar a qué nos referimos cuando decimos «falso placer». En el diálogo de Filebo se identifican cuatro tipos de falso placer: el primero es el placer que acompaña a la creencia errónea; el segundo, el placer por anticipación (fácilmente ejemplificado con El cuento de la lechera de La Fontaine); el tercero es el placer por falsa apreciación, y, por último, el cuarto consiste en la identificación del placer con la ausencia de dolor. En este artículo sólo profundizaremos en el primer y tercer tipo de placer, ya que en este caso son los que más nos interesan.
En el primero, Platón afirma que si nos «complace» una creencia que pensamos que es verdadera y que acaba resultando falsa, entonces el placer que sentimos con ella debería ser considerado falso por igual. En otras palabras, pongamos que alguien cree que ganará la lotería el próximo lunes y que le complace enormemente pensar en ello; si resulta que el lunes llega y ese alguien no gana la lotería, el placer que sintió también fue falso porque no se relaciona con algo que sucedió. Por otro lado, el tercer tipo de falso placer contrastaría con el que acabamos de explicar: en él, partimos de la creencia de que un objeto es placentero y, en consecuencia, este distorsiona nuestra creencia con su falsedad. Esto puede suceder cuando pensamos en el placer que vamos a recibir de un objeto; es decir, cuando pensamos para nosotros mismos cosas como: “Seré feliz cuando tenga X” o “Hacer X me traerá placer”. El problema con este tipo de falso placer radicaría en que es prácticamente imposible saber cuánto placer nos dará tal cosa en un futuro.
Ilustración realizada por Valerie Brodnikova
Dicho esto, podemos decir que ciertos videojuegos ofrecen esta tercera forma falsa de «placer expectante», ya que creemos que el placer futuro será más agradable de lo que realmente será. Como jugadores, podemos pensar que una vez alcancemos el siguiente nivel, obtengamos cierto ítem, cierto DLC o cierta skin, recibiremos una inmensa cantidad de placer y, sin embargo, muchas veces no es el caso. En definitiva, los juegos en sí, con sus mecánicas, nos hacen experimentar «creencias falsas» sobre el nivel de placer que experimentaremos cuando consigamos este logro o venzamos a tal jefe.
Por otro lado, en el libro VII de su Ética a Nicómaco, donde Aristóteles habla sobre el placer, se señala que hay varias maneras de experimentar un placer que él consideraría falso. Dos de ellas son «por exceso» o «por distracción». La primera, el falso placer por exceso, corresponde en parte al primer tipo de Platón, aunque en este caso es la interacción del yo con un objeto lo que convierte al placer en falso y no necesariamente el objeto mismo. Sabemos que cada persona tiene sus gustos y sabe qué actividades le proporcionan placer, y no deberíamos condenar a una persona por disfrutar de algo que nosotros no disfrutamos. Sin embargo, según Aristóteles, al realizar estas actividades, que pueden ser buenas simplemente por el hecho de parecernos bellas, corremos el riesgo de que nos excedamos en su práctica, y entonces podrían suceder dos cosas: o bien se convierten en vicios, o bien el placer se desvanece. En este caso, por lo tanto, no son los propios placeres los que son falsos, sino más bien el exceso de su práctica. Trazar la línea entre lo que es placentero y lo que es excesivo es una tarea complicada.
El segundo tipo de falso placer que debemos considerar, según Aristóteles, es aquel que hace referencia a los placeres que él denomina «por distracción». Estos se asemejan en ciertos aspectos al otro tipo de falso placer platónico, ya que aquí también hablamos de que el objeto o un elemento de él «contamina» nuestra creencia con falsedad. En el caso de Aristóteles, no obstante, nos encontramos en una situación con dos placeres opuestos: “La actividad más agradable expulsa a la otra hasta que esta cesa por completo en su realización”. Es decir, Aristóteles se está refiriendo a esos placeres que impiden que logremos algo más, de ahí que sean «distracciones». Este concepto de falso placer es al que se hace referencia cuando se argumenta que los videojuegos son una pérdida de tiempo y que obstaculizan otros intereses que, por norma general, están en mejor consideración.
Llegados a este punto, ¿cómo podemos defender los videojuegos frente a argumentos que se vienen repitiendo desde la Antigua Grecia? ¿Pueden estos tener un papel en eso que Aristóteles llamaba eudaimonia o «buena vida»?
Consideremos cierta situación que puede resultarnos muy conocida: una persona pasa mucho tiempo jugando a un juego en línea y su familia está preocupada porque pasa demasiado tiempo mirando la pantalla y pulsando botones. Sin embargo, la razón por la que se «abandona» a ese juego podría ser a causa de que en la «vida real» sufre de bullying o simplemente no tiene muchos amigos con los que salir, mientras que en este «otro mundo» ha conocido a gente con sus mismos intereses y con los que comparte ideas y tiempo. De esta manera, este hipotético juego le proporciona a esa persona lo que no puede encontrar en el mundo exterior, amistad e interacción social, partes esenciales de lo que Aristóteles considera que es la eudaimonia.
Gif realizado por Ian Laser
Otro argumento que se ha esgrimido para defender los videojuegos guarda relación con los posibles beneficios que éstos pueden brindar. Ya que muchos de ellos involucran habilidades tanto cognitivas (juegos de puzles o con tomas de decisiones morales significativas) como físicas (dispositivos tipo Kinect), mucha gente promueve el uso de los videojuegos como un medio para un fin posterior (porque son saludables y educativos). Así pues, es posible defender los videojuegos e integrarlos en la noción de eudaimonia de Aristóteles si consideramos que nos proporcionan beneficios sociales o de desarrollo físico-intelectual.
No obstante, puede haber otra manera de defender algunos videojuegos como parte de esa «buena vida» aristotélica: viéndolos como fines en sí mismos en lugar de como medio para objetivos ulteriores.
Aristóteles afirmaba que la vida contemplativa es la que más felicidad ofrece. Según él, el uso de nuestro intelecto es uno de los bienes más importantes con los que contamos, y de esta manera fácilmente se puede decir que algunos videojuegos son placenteros por las mismas razones por las que ganar un juego de ajedrez lo es: debido a que hacemos un uso significativo de nuestras capacidades mentales. Cuando la gente dice que algo es una pérdida de tiempo lo que parecen querer decir es que cierta actividad no conduce a un objetivo final. No obstante, podemos fácilmente rebatir dicha argumentación levantando un ejemplar de la Ética a Nicómaco, ya que, desde el punto de vista de Aristóteles, no tenemos que perseguir las actividades del intelecto en función de un fin posterior, pues dicho uso es un fin en sí mismo. Si repetimos el ejemplo anterior del ajedrez, el argumento se hace a sí mismo: el ajedrez no tiene otro propósito más allá de la (relativa) interacción humana y la aplicación del intelecto para jugarlo. Y, sin embargo, ¿acaso hay alguien que vea el ajedrez como una pérdida de tiempo, a pesar de que no tenga otro propósito más allá de jugarlo?
Así pues, si consideramos el uso de nuestro intelecto como un fin en sí mismo, entonces quizá podamos afirmar que jugar a videojuegos que prueban nuestro intelecto es una actividad en sí valiosa y no es, para nada, un «falso placer», pues el compromiso del intelecto los hace esencialmente placenteros. Por supuesto, no para todos los videojuegos tenemos que hacer uso del intelecto y no por ello son malos, pero es muy fácil que caigan en la categoría de «placeres por distracción» de Aristóteles. Obviamente, entretenerse con algo no es sinónimo de pérdida de tiempo, y no es para nada eso lo que este artículo busca afirmar.
En resumen, en estas líneas se ha intentado demostrar que hay diferentes formas de «falso placer» y que muchas de las objeciones que se esgrimen en contra de los videojuegos no son ni por un instante nuevas, pues ya se utilizaban en los tiempos de Platón y Aristóteles. Además, para defender al medio de la generalización de que los videojuegos son un desperdicio de tiempo, se ha hecho uso de la afirmación de Aristóteles de que, si una actividad hace uso de nuestro intelecto, entonces esta puede valorarse como fin en sí misma y como parte válida de la noción de eudaimonia.