Se ha llegado al capítulo final de la aventura, los héroes se preparan para la batalla final, el jugador prepara todas las habilidades que ha aprendido hasta el momento, el villano da su monólogo final acerca de su terrible infancia o su creación forzosa y se comienza con el enfrentamiento.
Hay que detener al villano porque si no un meteorito gigante destruirá la tierra y todo lo que los protagonistas conocen. O puede que el villano sea un mal antiguo que ha rencarnado miles de veces y si no se hace algo su ira destruirá todo. Tal vez sea un dios malvado que ha engañado y manipulado al protagonista durante toda la aventura y hay que hacerle pagar. O quizás este dios malvado amenaza con destruir las realidades para coronarse como el creador supremo.
Todo llega a su máximo punto de emoción, el héroe recibe alguna ayuda inesperada, el poder de la amistad le otorga las habilidades necesarias para salir triunfante, la música sube de intensidad, el coro canta como si de la siguiente llegada de Dios se tratara y el tema del héroe comienza a sonar con intensidad poniéndole la piel de gallina al jugador, este se levanta de su asiento emocionado, el mundo está en sus manos.
La escena que acabo de describir es el final de la gran mayoría de juegos que salen al mercado, las historias grandiosas, más grandes que la vida, una constante lucha de David contra Goliat que hacen al jugador sentirse poderoso. Suelen ser siempre las más comunes y no es difícil de imaginar el porqué, sin embargo, muchas veces, es en aquellas historias más pequeñas y más personales donde se guarda el impacto que perdura a través de los años y que se recuerda con más cariño.
Es bajo este contexto que Deemo presenta su pequeña historia, casi salida de un cuento infantil, que no habla de grandes aventuras, descubrimientos o luchar contra dioses, sino de una pequeña niña llamada Alice y su amigo: un pianista.
El mundo de Deemo, así como su historia, viene de un empaque pequeñito, un juego de ritmo para móvil y más recientemente para Nintendo Switch, traído de la mano de RayarkGames que nos presenta la historia de Deemo: una figura mística que vive solo en su castillo cuando un día una pequeña niña cae del cielo sin memorias sobre quién es o de dónde viene. Para ayudarla a regresar a su hogar, o al menos al mundo de donde vienen los humanos, Deemo se da cuenta de que en el piano, en el centro de su hogar, crece un pequeño retoño de árbol que se hace más grande conforme más toca. Así pues su objetivo es hacerlo crecer lo suficiente para permitirle a la pequeña trepar por él y regresar a la superficie.
Pese a que hay hermosísimas cinemáticas dibujadas a mano, a principio del juego y cada cierta cantidad de metros que el árbol crece, el grueso de la historia se cuenta a través del ambiente y de las mismas canciones que nuestro protagonista toca. Así como de los pensamientos que Alice tiene sobre el lugar conforme recorre sus pasillos y habitaciones.
El juego está formado de varias pantallas, bellamente ilustradas, que contienen diferentes objetos que forman parte del castillo de Deemo. Interactuar con ellas nos puede dar algún nuevo diálogo por parte de Alice, alguna nueva canción para interpretar o incluso abrir el camino a nuevas habitaciones. De esta forma el juego se asegura que la historia se vaya descubriendo de acuerdo a la curiosidad del jugador, que en cierto sentido, refleja la que sentiría una niña de la edad de Alice al encontrarse en este lugar tan curiosamente especial. Uno podría pasar el juego entero sin detenerse a investigar nada y podría terminarlo sin problema, pero parte del carisma del juego se perdería.
A diferencia de las grandes historias de peleas entre dimensiones, contra grandes enemigos, Deemo pretende contar una historia mucho más pequeña en su alcance. Las aventuras de Alice para regresar a su hogar, lo que logra a través de su gameplay pues el diálogo es mínimo y uno de nuestros personajes ni siquiera habla, pero lo logra transmitiendo carisma y corazón.
Esto representa una de las mayores fortalezas que presenta no solo Deemo, sino esta clase de historias, gracias al acercamiento más personal que muchas historias a pequeña escala tienen. Resulta mucho más fácil que el jugador conecte al mostrar la lucha de los personajes desde el ámbito personal, pues se puede llegar a apreciar más fácilmente el esfuerzo de ese personaje por triunfar sobre su problema y es posible para el jugador trazar paralelismos entre ellos mismos – y los protagonistas – mucho más rápido.
Claro que no es difícil conectar con un personaje que esté bien escrito, sin importar el tamaño de su aventura. Muchos pueden conectar con los desafíos que Zelda, en Breath of the Wild, atraviesa: la necesidad de cumplir con las expectativas, el miedo al fracaso, a las consecuencias y a la decepción de las personas que la rodean. Es fácil conectar porque en algún momento todos hemos pasado por algo similar, aunque claro si fracasamos en lo que sea que se nos haya mandado, usualmente solo debemos temer a una mala calificación o a un regaño por parte de la figura de autoridad pertinente y no a la entera destrucción de un reino.
Sin embargo parte del encanto de las historias pequeñas, es precisamente que uno puede simpatizar no solo con los personajes y sus desafíos, sino encontrar confort en cómo se resuelven las cosas incluso cuando estas salen mal. Nos reconforta saber que pese a que los protagonistas hayan fallado, no significa que el mundo termine. Usualmente sólo es un breve alto en el camino, un momento de aprendizaje y la vida continua.
Al final, Deemo nos presenta una historia cálida y personal, que si bien no termina con un bombástico y espectacular final, para cuando los créditos comienzan a aparecer, los problemas por los que ha pasado Alice se han marcado más profundamente en mí que los de cualquier otro protagonista. Su lección final resuena tan fuertemente en mi interior que no puedo sino darme cuenta que la frase con la que el juego cierra, se quedará en mi memoria por mucho tiempo.
“Nos vemos, mi querida Alice”.