The Stanley Parable

The Stanley Parable (Davey Wreden, 2011) es un videojuego peculiar, cualquiera que lo haya siquiera abierto se habrá dado cuenta. Es una aventura dialogada con tres sujetos sobre el tablero: nosotras/os como jugadoras/es, el narrador – que en un momento dado pasa a ser narradora –   y los propios programadores que se comunican no sólo a través del narrador, sino que algunas veces más allá del mismo. Cabe decir, a quien pretenda jugarlo, que lo mejor es, al menos al principio, jugarlo sin conocer nada del mismo, sin tener ninguna idea preconcebida; aunque esto pueda ser difícil al tratarse de un juego de 2011.

Al abrir este juego nos convertimos en Stanley, un servicial trabajador de oficina que se sienta delante de su ordenador y pulsa obedientemente las teclas requeridas en su pantalla de ordenador. Tecla tras tecla, día tras día, en una oficina donde hay un trabajador tras otro…o no. El problema que nos presenta The Stanley Parable es la desaparición de todos/as nuestros/as compañeros/as de oficina y la pérdida de las directrices que a Stanley le debían aparecer en  pantalla.

¡OJO! Aquí empiezan los spoilers. La historia nos empuja a movernos para intentar averiguar qué ha ocurrido en nuestra oficina. La voz que nos narra toda la historia nos va guiando, anteponiéndose a los que deberían ser nuestros movimientos. Si desconocemos por completo el juego, puede que en primera instancia nos dejemos guiar por la voz, pensando que es una guía que nos llevará a la historia o acción principal del juego. Pero no hay acción: nuestro personaje no puede siquiera saltar… solo vagamos por la oficina vacía, siguiendo una voz que nos conduce a unas instalaciones de control mental, que al parecer es a lo que se dedica nuestra empresa. En estas instalaciones de control mental encontramos toda una pared de pantallas, al estilo Matrix total, una por cada trabajador/a, marcada por el número de mesa de este/a.

Si a estas alturas aún no hemos comprendido el trasfondo del juego, simplemente apagaremos las instalaciones de control mental tal y como nos dice el narrador y saldremos al mundo, a un plácido paisaje verde, siendo libres. Eso sí, seremos libres solo a condición de obedecer. Esa es la paradoja del juego: si hemos obedecido hasta ser libres, habremos terminado el juego en unos quince minutos. O más bien habremos terminado la primera narración: porque repitiendo la frase The End Is Never The End volveremos al punto de inicio en nuestro cubículo de oficina.

La primera vez que jugué a The Stanley Parable pensé automáticamente en el experimento de Milgram, sin caer aún en que, dadas todas la pequeñas referencias e inagotables que tiene el juego, quizá su nombre mismo hiciera referencia a Stanley Milgram; psicólogo y director del experimento. Milgram llevó a cabo en los años 60 un estudio sobre el poder médico y la obediencia. En su experimento principal, un médico le decía a un voluntario que fuera castigando a su compañero – un actor que el voluntario pensaba que era otro voluntario – con descargas eléctricas según iba fallando preguntas: el sesenta y seis por ciento llegaba a aplicar altos voltajes a sus compañeros excusándose en que obedecían al médico, como si esto les librara de su responsabilidad. Del mismo modo, el documental El Juego de la Muerte rehace el mismo experimento en 2009, queriendo estudiar ahora el poder del discurso televisivo: sustituyendo al médico por una presentadora de televisión, continuando con la misma mecánica, los resultados fueron del ochenta y un por ciento de voluntarios que obedecieron hasta aplicar voltajes que podían significar la muerte mientras su compañero/a electrocutado/a pasaba a un silencio absoluto.

The Stanley Parable trata sobre la obediencia, pero no se centra en las barbaridades que podríamos cometer justificándonos sino, con un estilo distópico, en cómo vivimos siguiendo órdenes sintiéndonos libres. Y consigue trasmitirnos esta sensación. El narrador dicta unas órdenes que nos podemos empeñar en desobedecer pero, aún así, este sigue teniendo en cuenta todas nuestras acciones y estas nos llevarán a la muerte o a la locura. Si desobedecemos obstinadamente, el narrador se desesperará con nosotras/as hasta el punto de enviarnos a otros juegos como  Minecraft o Portal, nos encerrará en bucles infinitos o directamente nos pedirá que agradezcamos a los hábiles programadores haber tenido también en cuenta una opción concreta que nos pareciera una decisión propia. Incluso si nos adelantamos a la voz, teniendo prisa por experimentar unos de los múltiples finales del juego – se puede encontrar fácilmente por internet el diagrama de cómo llegar a cada uno de los finales –, el narrador se percatará de ello y nos bloqueará el avance, poniéndonos música new age para que nos relajemos. Si, por el contrario, nos quedamos quietos, el irónico narrador se meterá con nosotras/os y acabará asumiendo que hemos muerto sobre el teclado.  El reto de hacer algo, lo que sea, que el narrador pueda no tener en cuenta, será lo que nos acabe haciendo volver al juego una y otra vez.

Como elemento curioso, si nos desviamos por el pasillo que encontramos antes de la entrada de las instalaciones de control mental, veremos – antes de morir, tal y como nos avisa el narrador que ocurrirá – un meta museo del propio juego y de su realización, en el cual nos guía una narradora a modo de arquitecta. Muy interesante resulta también uno de los finales, en el cual enloquecemos preguntándonos constantemente si lo que estamos viviendo es real o no y quién es la voz que narra constantemente. Cuando caemos muertos, otra trabajadora de nuestra oficina nos encuentra y se queda reflexionando la suerte que tiene de no estar loca: teniendo en cuenta que la empresa lleva a cabo control mental sobre sus empleados y lo que nos ha llevado a la locura es desobedecer, la paradoja está servida.

Como se ha dicho ya, el juego está repleto de detalles en los que podemos – o no –  detenernos: una fotocopiadora suicida, la posibilidad de encerrar la voz que nos guía en el despacho del jefe, los propios cuadros del despacho del jefe, los mensajes de las pizarras blancas, los mensajes que encontramos en papeles tirados por el suelo – alguno de los cuales son emails críticos de jugadores/as recibidos por los desarrolladores –  y logros como el de haber intentado saltar de manera reiterada en un juego en el que no se puede. Estos detalles generan una atmósfera extremadamente cuidada que podemos disfrutar, pero lo que seguro que sí nos llevaremos es la sensación que esta aventura conversacional nos genera: todo lo que hagamos ya está preescrito porque ya lo han tenido en cuenta los desarrolladores, pues desobedecer es sólo no optar por una de las líneas marcadas y optar por otra; la única manera que tenemos de salir es, como nos repite la propia voz, apagando el juego – y aún así estaremos de nuevo obedeciéndole –.

Una estupenda parábola que nos hace reflexionar sobre nuestras decisiones y nuestras acciones y el alcance que tiene una autoridad y la obediencia ciega en nuestra vida y, sobre todo, en nuestros trabajos. Uno de los grandes temas de la sociología y de la filosofía política hecha videojuego, que nos ayuda a entender y vivir de una forma obvia la disociación entre nuestro yo y una autoridad que exige obediencia.

Irene Martínez

Licenciada en Filosofía, gaditana de vocación y eterna doctoranda. Trabajo desterrada de guardiana de bases de datos en Minas Morgul y por las tardes trato con personajes adorables de videojuegos y cómics. Hago turno doble siendo expendedora de mimos al servicio de mi gata Emma y adorando a Seitán, mi señor.
@GrrlRbl

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